Mi chica

I’ve got sunshine
On a cloudy day…
Well, I guess you’ll say
What can make me feel this way?

The Temptations, 1964

Durante un viaje en 1983, previo al comienzo de mis estudios de arte, tuve la ocasión de ver la pintura más conocida y reproducida de Vermeer. Venía entonces de rendir mis respetos a los Rembrandt y los van Gogh en Ámsterdam y de echarle un vistazo al arte minimal y conceptual en Róterdam. Llegué a La Haya en un día lluvioso de temporada baja, y años antes de que el furor por las grandes exposiciones taquilleras eliminara toda posibilidad de tener un encuentro cercano con cualquier obra de arte famosa. Así fué que, mientras visitaba la Real Galería de Pintura Mauritshuis, entré a una sala providencialmente desocupada donde me encontré frente al célebre retrato de la joven del turbante amarillo y azul. Cuando reconoces el cuadro todos los que cuelgan en su entorno se ensombrecen; la chica, te parece, ya te avistaba antes que dieras cuenta de ella, como si hubieses sido un amigo cercano a quien esperaba desde hace tiempo. Si bien te sobrecoge el deleite retiniano que propicia la mano del pintor —haciendo honor a su renombre— te seduce por igual la espontaneidad del modelo; su pose sería la de a una foto casual, casi inconciliable con los retratos tradicionales de los grandes maestros. Ella no es una princesa ni una santa ni la mujer de algún comerciante: ¿Estará volviéndose para saludarte, o está a punto de marchar tras despedirse de tí? Si permanecieras ahí lo suficiente tal vez podrías vislumbrarle algún sutil movimiento… Si tan sólo la craquelura, el marco ornamentado y tres siglos enteros no se interpusiesen entre ella y tú.

Me quedé paralizado por un buen rato frente a Muchacha con arete de perla. Permanecí solo y cautivado por Johannes Vermeer; por su palpable creación de luz y carnaciones a partir del pigmento y el aceite, de calidez humana a partir de una materia inerte, de belleza rotunda a partir de su meticulosa labor. En algún momento me dispuse a continuar mi recorrido, pero al darle la espalda a esa tela imaginé cómo, proyectándose desde dentro del plano, la mirada y la sonrisa de la gentil muchacha se perdían en el vacío de la sala. De haberme marchado, mi nueva amiga y la obra maestra en que habita quedarían impunemente abandonadas. Como yo jamás participaría en semejante injuria, me sometí de nuevo a sus encantos (el del cuadro, el de la chica). Aunque me contuve de partir en varias ocasiones, eventualmente tuve que dejarles, cargando con mi culpa pero también con la prueba contundente de que una vieja pintura puede suscitar la empatía que uno reserva para personas de carne y hueso.

Mi asombro se tradujo eventualmente en perplejidad: ¿Cómo pudo conmoverme en tal medida un trozo de tela estirada y cubierta en pintura acerca de la cual poco sabemos? ¿Pudo haber sido esto un producto de autosugestión, una suerte de alucinación ocasionada por la fe plena que confinamos en el arte? Entre mis compañeros de clase, los más sesudos tomaban mi respuesta emotiva como el despliegue de una especie de sublimación fetichística —de paso imputando todo alegato esteticista a la exuberancia de un raciocinio endeble. Aquellos de tendencias más esotéricas, a su vez, no tardaban en cuestionar este veredicto tajante, invocando los penetrantes poderes sobrenaturales que con demasiada frecuencia se le conceden al arte. El primero de estos enfoques atribuye lo estético a una proyección psicológica ilusoria, acaso motivada por una disposición protoparanoide en el individuo. El segundo lo avala como una suerte de epifanía mística que se dilucida intelectualmente tanto como se explica un milagro. A pesar de que estos enfoques son diametralmente opuestos, los dos subordinan la experiencia de cualquier obra de arte a alguna teoría totalizante donde todas las obras contibuyen en mayor o menor grado a un designio común, ya sea quimérico o divino. Y bien, estas suposiciones gereralizantes y rudimentarias no podían haberle sido de gran ayuda a un incipiente pintor en su afán por determinar qué le permite a una pintura sucitar lo que sucita Muchacha con arete de perla. Ya desde entonces lo advertí; yo mismo debía asumir la tarea de identificar las condiciones subyacentes al extraordinario efecto que esta pintura tuvo sobre mí y que ninguna otra pintura ha llegado a duplicar.

A lo largo de los años compenetré en los aspectos técnicos de este retrato: su esquema de color sencillo pero eficaz, el equilibrio de formas y masas, la alternancia entre una ejecución detallada y una simplificada, el probable empleo de una camera obscura. También estudié lo que sabemos a partir de la genealogía del cuadro: las especulaciones apócrifas sobre la retratada cuya identidad aún no logramos establecer, el presunto significado de su atuendo “turco”, la desconcertante ausencia de rastros sobre el origen de la pintura antes de que fuera subastada por dos florines en 1882 y —por encima de todo— nuestra completa ignorancia de la motivación de Vermeer para pintarla. Si aquí hay algo por aprender es lo poco que la técnica y la historia colaboran a nuestra plena apreciación de esta pintura.

Las lecciones de teoría que recibí en la escuela de arte acabaron sirviendo de poco cuando traté de aplicarlas a mi naciente vermeerfilia. Durante décadas, la intelectualidad reinante en la academia ha estado celosamente suscrita a una propuesta materialista que asume a las obras de arte ya sea como vasijas portadoras de mensajes o bien como instrumentos culturales, y tasa la validez del arte en la medida en que puede asociarse con ideales nobles o cuestionamientos al poder dominante. Desde esta perspectiva, Muchacha con arete de perla es una pieza textualmente insignificante; una cara bonita cuando menos y una esfinge indescifrable cuando mucho.

Mis estudios posteriores a duras penas esclarecieron las cuestiones estimuladas por mi experiencia del retrato. Gran parte de los pensadores más influyentes en esa época estaban especialmente preocupados por incorporar en sus armazones teoréticas a los desconcertantes gestos radicales de las vanguardias —como si fuera inconcebible apreciar adecuadamente el arte sin entender primero a Duchamp. Por ejemplo, tanto Arthur Danto como George Dickey desarrollaron versiones de la Teoría Institucional del Arte con el propósito de elucidar el readymade, aseverando que un marco cultural particular debe existir para que tales dispositivos cobren sentido en tanto obras de arte, de ahí la utilidad del curioso lugar que llamamos the artworld. Todo esto viene muy al caso cuando se requiere certificar como arte a un pissoir o a latas de merda d’artista, pero es inconsecuente cuando tratamos con Muchacha con arete de perla, pues esta obra indudablemente calificará como arte mientras dicha palabra conserve al menos un indicio del significado que hoy le otorgamos. La institución quedaría en entredicho en cuanto dejara de ratificar esta atribución.

Por su parte, Danto además busca desacreditar la ansiedad diletante provocada por la carencia de oficio manual en muchas de las obras de arte más prominentes del siglo pasado. Para ello argumenta que la condición que identifica al arte no es una calidad visualmente perceptible, sino la condición de ser sobre algo (aboutness), la cual le permite implícitamente a una obra tener contenido. Danto confecciona esta coartada retórica mientras elabora el problema hipotético de “los indiscernibles”, como sería el caso de dos pinturas monócromas idénticas que sólo se diferencian por su significado “encarnado”. La noción de ser sobre algo, no obstante, es doblemente inútil cuando hablamos de Muchacha con arete de perla. En primer lugar, difícilmente llegaremos a encontrarnos con el doble “indiscernible” de esta pintura y, en segundo lugar, si esto llegase a ocurrir seguiríamos sin tener idea de qué diantres trata la pieza de Vermeer.

Otros filósofos que he leído han profundizado en los desafíos perceptuales que plantea la pintura moderna. De los más brillantes entre ellos, Richard Wollheim promovió la noción de ver en como una habilidad psicológica que nos permite reconocer perceptualmente la coherencia de pinturas complicadas. Siguiendo un antiguo precepto formulado por Leonardo da Vinci, quien anota que podemos usar nuestra imaginación para descubrir paisajes o batallas en los patrones formados por las humedades de las paredes, Wollheim sostiene que ver en es precisamente lo que hacemos cuando vemos a una mujer en, digamos, un Picasso o un de Kooning. Las ideas de Wollheim me han sido de suma utilidad en mi desenvolvimento como pintor, pero aquí reconozco lo artificioso que resulta el invocar una facultad mental especial para explicar el hecho de que vemos a la mujer en la pintura de Vermeer —francamente, quien no la ve de inmediato y sin vericuetos es porque de plano está ciego…

Una propuesta más consecuente con el modo en que percibimos esta pintura puede desprenderse de un planteamiento de Joseph Margolis que recientemente descubrí. Margolis anota que pinturas como la de Vermeer nos resultan transparentes tal y como nos sucede con el lenguaje hablado: cuando escuchamos a alguien comunicándose en nuestro idioma no escuchamos los sonidos y luego les conferimos significados. Tampoco escuchamos significados en los sonidos; más bien escuchamos palabras y oraciones con sus significados. Reconocemos una palabra por su significado, de lo contrario el sonido es puro cacaroteo. Asimismo, cuando vemos un Vermeer, no vemos primero colores dispuestos en la superficie de una tela para luego asociar los colores con lo que está representado; vemos los colores con lo representado. (De hecho, uno puede argüir que ni siquiera vemos la superficie a menos que nos acerquemos lo suficiente y nos concentremos deliberdamente en ella).

Aprecio el cauce de la propuesta de Margolis, pero la analogía con el lenguaje hablado no puede tomarse al pie de la letra porque articular una oración “transparente” es un logro pedestre y ejecutar una pintura “transparente” no lo es. Además, el prospecto de que una pintura pueda ser transparente no se da en función de nuestro grado de familiaridad con la semántica de un sistema de signos arbitrario. Nos convendría más aplicar aquí las enseñanzas del Wittgenstein tardío y postular la impresión de transparencia que Margolis señala en nuestro uso del lenguaje hablado como evidencia de que el sentido de una oración no se devela mediante un proceso paralelo a su escucha. Paralelamente, podemos postular la impresión de transparencia al ver Muchacha con arete de perla como evidencia directa e inmediata de sus cualidades representativas, expresivas y estéticas.

Frecuentemente resulta útil pensar la pintura de acuerdo a las peculiaridades de las palabras y los enunciados. Pero el arte no es lenguaje, o al menos no es sólo lenguaje, y las diferencias entre uno y otro suelen desatenderse en nuestro entorno tan encaprichado con el mensaje del arte. Justamente, nunca debemos olvidar que las pinturas son objetos sólidos, no locuciones. La transparencia representativa y expresiva que logran ciertas pinturas como la de Vermeer se puede concebir más claramente en los términos ilustrados por nuestro trato con las personas y sus cuerpos. Las calidades humanas que le atribuímos a una persona con quien nos relacionamos le son literalmente incorporadas, es decir, no son consideradas en paralelo a su cuerpo. Cierto, dicho cuerpo es apenas una masa de carne y hueso, pero le adjudicamos su humanidad en la medida en que lo corpóreo adquiere transparencia respecto a la persona con quien tratamos. De manera similar, una pintura es un revuelto de materiales esparcidos sobre una superficie, pero resulta expresiva en la medida en la que el revuelto adquiere transparencia respecto a la obra de arte con la cual tratamos.

En lo referente a gustos y afectos particulares, las obras de arte son como las gente: queremos a algunas, admiramos a unas pocas, odiamos a otras y la mayoría nos son indiferentes. Sin embargo, la moción más ambisiosa que hago aquí es que obras de arte como Muchacha con arete de perla son en sí mismas cohesivas del modo en que lo son las personas. Cuando nos acercamos a una obra de este tipo —y esto es evidente a primera vista— nos sentimos atraídos por su carácter, su claridad, su belleza, su generosidad, su elocuencia, su vigor. No le requerimos explicación alguna ni apologías ni elogios de ajenos. Simplemente queremos estar con ella. Empezamos por preguntarle algo como: “¿Quién eres?” en lugar de “¿Qué quieres decir?” Esta es precisamente una razón por la cual hemos batallado durante siglos para determinar con exactitud las condiciones que le permiten a tales obras de arte hacer lo que hacen. Estas condiciones enigmáticas bien pueden ser las mismas que nos permiten ser quienes somos. Posiblemente no lograremos esclarecerlas nunca. Por fortuna, esto no es obstáculo para que dichas obras nos hagan sentir tan acogidos y estimados en su presencia como nosotros las acogemos y estimamos a ellas.

Resulta claro que tales obras de arte no son personas, como tampoco son lenguaje. Pero si no yerro, y estos contados objetos están verdaderamente imbuidos de, y no sólo representan, calidades humanas, entonces podemos confiar —a diferencia de mis escépticos compañeros de antaño— en que nuestra fe en el arte es perfectamente coherente y no nos conduce inevitablemente a la alucinación o la ilusión. A menos de que el mundo entero resulte ser una.

Hoy en día sería casi imposible encontrarse a solas con una obra archicélebre como me sucedió a mí en 1983 frente a Muchacha con arete de perla. Aún así, si el destino me permitiera tener otro encuentro similar con esta pintura, ella se vería aún más radiante y hermosa que entonces, pues fue restaurada a mediados de los años noventa. Y yo no tendría más remedio que dejarme ver más viejo y triste (y sin retoques), pero gozaría del dulce consuelo de que ella me trataría justo como la primera vez, como si yo nunca la hubiese dejado. Ahora que lo pienso bien, tampoco ella nunca me dejó a mí.

Yishai Jusidman

Los Ángeles, enero de 2011.