INTERMINABLE YAD VASHEM,
Apuntes hacia una Estética de monumentos y memoriales.
“…Todo aquel que visite ahora Yad Vashem, podrá obtener una exhaustiva imagen del Holocausto…”
Dr. Yitzhak Arad, presidente de la junta directiva de Yad Vashem, Noticias Yad Vashem, (otoño de 1992).
La cultura portátil judía, propia de las andaduras de la Diáspora, está atestiguando su propio desenlace. Al dejar deampararse exclusivamente en la celebración de sus ritos religiosos, una nueva cultura judía se está gestando, literalmente concretada con monumentos y museos que han de permanecer en un lugar fijo. En años recientes, los primeros monumentos y museos judíos han estado específicamente dedicados al Holocausto, debido a la creencia —o al menos la esperanza— de que salvaguardar su lección moral pudiera prevenir futuras masacres antisemitas. Estos monumentos y memoriales resguardan y son resguardados por un metabolismo cultural simbiótico. Pues al preservar y perpetuar el testimonio del Holocausto procuran contrarrestar los prejuicios que en el pasado causaron migraciones forzadas , al tiempo queestablecen los cimientos materiales para el florecimiento de una cultura sedentaria. ¿Cómo tendría que cumplir una institución conmemorativa del Holocausto, cordón umbilical entre el recuerdo y el dominio público, con tales responsabilidades culturales, morales y prácticas? Los monumentos conmemorativos muy a menudo se perciben como artefactos demagógicos, ya que suelen conformarse a la cosmética auto-aduladora de regímenes adoctrinadores. ¿Qué ha de hacer un monumento del Holocausto para sortear nuestras reticencias y llegar a consolidarse como cultura?
Para abordar estas cuestiones, no me limitaré a ahondar en consideraciones analíticas, sino que desarrollaré éstas últimas en torno a una crítica del prócer de todos los memoriales del Holocausto; el complejo Yad Vashem en Jerusalén. El propósito funcional de mi preocupación es rectificar lo que entiendo como un giro desafortunado en el destino de este memorial: tras inaugurar el último monumento que integra esta institución, su junta directiva la ha declarado “completada” (Yad Vashem News, otoño de 1992). El corolario de mi razonamiento será que Yad Vashem nunca debería (en la medida de lo posible) considerarse terminado.
Yad Vashem (traducido literalmente del hebreo como “Monumento y Nombre”) fue creado en 1953 en el Har Hazikaron (El monte del recuerdo) tras el establecimiento de la “Ley para el recuerdo de los mártires y héroes del Holocausto” por parte del gobierno israelí. Esta ley gestionaba la construcción de un lugar consagrado a preservar la memoria de los millones de judíos exterminados por los Nazis. En la actualidad, este lugar se compone de un museo de historia y otro de arte, un mausoleo, así como una acumulación ad-hoc de monumentos, esculturas, archivos y objetos simbólicos, cada uno de los cuales debería, en mayor o menor medida, cumplir los objetivos concretos que dicha ley especifica. Escolares de todo el pais y turistas de todo el mundo visitan empeñadamente este solemne y abrumador sitio con propósitos evidentemente ilustrativos y didácticos. El peso del complejo en la consolidación de la identidad israelí no puede desestimarse, ya que Yad Vashem define y es a su vez definido por La tierra de nunca más (The Land of Never Again), del mismo modo que Disneylandia hace lo propio con la tierra de la Libertad y la búsqueda de la Felicidad (The3 Land of Liberty and the Pursuit of Happiness). Para el visitante promedio, Yad Vashem probablemente sea tan conmovedor y persuasivo como se pretende, pues todavía están frescas las llagas de la historia reciente. Pero sea como sea, la estética oficial de Yad Vashem está lejos de ser convincente. A lo largo de este ensayo, argumentaré que el éxito ejemplar de esta institución memorial es una consecuencia irónica —pero muy efectiva— de sus continuos fracasos estéticos. Dichos fracasos sentarán las bases para una teoría tentativa de monumentos y memoriales que acaso podría finalmente acogerlos desde un punto de vista más propositivo.
- I. Recuerdos Elusivos/Recuerdos Ilusorios.
Antes de nuestra incursión en los parajes de la memoria estetizada, es menester deshacernos de la ingenua pero llamativa creencia sobre los memoriales que liga indiscriminadamente el contenido de un memorial con el contenido del acontecimiento que conmemora. (En el mundo del arte abunda una idea parecida sobre los significados de obras artísticas; la que sostiene que el contenido de una obra equivale a lo que representa.)
Los dos nuevos museos del Holocausto abiertos en L. A. y D. C. ilustran el error en el supuesto anterior. Aunque han sido debidamente escrutados por la opinión pública, el otrora decoroso discurso en torno al Holocausto se ha animado con las distintas reacciones al despliegue sin precedentes de tecnología interactiva que hacen estos museos. El Holocaust Memorial Museum de Washington, según se dice el más sobrio de los dos, ofrece un toque personal al asignar a cada visitante un “pasaporte” con el cual puede recabar información de los ordenadores del museo y seguir así la historia de una víctima de la persecución antisemita, quien en 1939 tenía la misma edad y sexo que el propio visitante. Al otro extremo del espectro, ferviente modelo del sermón políticamente correcto, el Museum of Tolerance de Beverly Hills (¡de entre todos los lugares!) nos sumerge en ambientes bombásticos de opresión simulada para “concientizarnos” de lo terrible que es la intolerancia y de cómo se siente uno al estar en el lado de los oprimidos.
Aun cuando los contenidos educativos de tales prácticas puedan someterse a estudio, sus formas sabotean de entrada sus propósitos. Si su aspiración es crear sucedáneos de experiencias de los horrores de los campos de concentración para aleccionar en el camino virtuoso a quienes nacimos posteriormente, las personas que concibieron estos museos terminarán comprobando que sus nobles intenciones se han quedado sólo en eso. Su convicción de que el realismo virtual imprimirá un sentido de actualidad a un acontecimiento de las dimensiones casi inimaginables del holocausto, puede muy bien terminar por provocar el efecto opuesto. (No es casualidad que la misma tecnología haya sido desarrollada por la industria del espectáculo con resultados extraordinariamente banales.) Al fin y al cabo, un Aushwitz virtual no es más tangible ni menos surrealista que el aparatoso video-espectáculo en 3-D, donde Michael Jackson, protagonizando una misión intergaláctica, hace los placeres de chicos y grandes en Disneylandia—.
Crear experiencias postizas no debe ser el propósito de un memorial. Como sugiere Kant en La Analítica de lo Sublime, el horror, el horror genuinamente amenazante, no se puede experimentar de segunda instancia, por muy fiel que sea su representación. De aquí se deduce que, si el imperativo moral (y práctico) de no olvidar jamás el Holocausto ha de ser reforzado con obras que lo conmemoren públicamente, se requiere una estética del memorial adecuada al propósito—claramente alejada de la burda prostética—. Yad Vashem, en mi apreciación, ejemplifica el tipo de estética que aquí buscamos, si bien lo logra sin habérselo propuesto.
II- ¿Qué tiene que ver el arte con todo esto?
Como si los documentos recopilados en sus archivos durante los últimos cuarenta años no fueran suficientes para demostrar la magnitud del genocidio nazi, Yad Vashem ha sido inundado con arte evocativo que, conjurando ritos artísticos mistificantes, espera superar la inaccesibilidad del Holocausto, y así transmitir su lección moral. Prueba de la ilusión simplona de que las obras de arte poseen alguna clase de poder intrínseco curativo para el espíritu, la exposición permanente de obras de arte creadas por los internos de los campos proclama demostrar la ascensión del espíritu humano (creando arte) hasta en las circunstancias más humillantes. En efecto, las obras expuestas son patentemente deprimentes, pero lo son no sólo por su sombrío repertorio de imágenes sino por sus vulgares amaneramientos. Por lo demás, los monumentos de pacotilla encargados expresamente para el Memorial tendrían asimismo que encarnar con dignidad la superación espiritual de los avatares del destino. Pero en vez de eso, lo que hacen es demostrar la propensidad de los estilos artísticos modernos para alegorizar arbitrariamente cualquier cosa, y desafían a muchos eminentes historiadores de arte que apostaban por que el estilo en el arte genera en sí significado.
Un relieve en bronce a gran escala de los años cincuenta que representa a un grupo de valientes y musculosos hombres y mujeres armados, bajo el título de The Warsaw Ghetto Uprising, ha sido esculpido en el mismo estilo épico que habría cumplido con los lineamientos de Mussolini o Stalin. Otro relieve, una estruendosa composición picassiana, pretende sugerir “Del Holocausto a Renacer”, From Holocaust to Rebirth (su iconografía ha sido convenientemente traducida, del inspirado lenguaje de artista al lenguaje pedestre para un panfleto de cortesía). El minimalismo estándar se torna curiosamente útil para desplegar estos tropos: una alta plancha convexa de acero inoxidable no es otra cosa que “EL Pilar del Heroismo” (The Pillar of Heroism). Tales alegorías son bien intencionadas, pero en realidad no tienen ningún efecto real. Al asumir erróneamente que la certificación de estas piezas como “arte” garantiza que sus mensajes edificantes serán transmitidos, sus monumentalmente ambiciosos creadores y los burócratas que los respaldan ofuscan burdamente los lenguajes artísticos, y aún más pertinente para nuestros propósitos, confunden los aspectos que relacionan y diferencian los monumentos y las obras de arte. Ruego al lector que tenga paciencia y recorra brevemente conmigo algo de teoría para poder esclarecer esta bruma conceptual y luego dilucidar nuestro análisis del memorial.
- III. Monumentos en sí mismos.
Nuestros conceptos de obras de arte y de monumentos son tan semejantes que no nos extraña cuando sus usos y aplicaciones corresponden a un mismo objeto, en especial cuando hablamos de escultura a gran escala o arquitectura alegórica. Si bien es muy común asociar monumentos con arte, no por ello es apropiado equiparar estos conceptos. Para deslindarlos, al hablar de un monumento podríamos inclinarnos por ubicar y aislar aquellos aspectos del objeto estético que le atañen en tanto obra artística, y hacer lo mismo con los aspectos que le son propios en tanto monumento. Al proseguir de este modo nos percataríamos de que dichos aspectos pueden no ser diferenciables desde un enfoque perceptual —si acaso tienen que ver con lo visual—, sino que se derivan de nuestro entendimiento de códigos bien establecidos. Para manejar competentemente estos lenguajes, debemos estar conscientes de las condiciones particulares que permiten a estos objetos contener significados públicos, y reconocer el papel del espectador en la tarea de localizar dichos contenidos. Por ejemplo, el significado de un monumento está claramente definido, en primera instancia, ya que se establece de manera oficial y se refiere generalmente a hechos históricos concretos. Por el contrario, una obra de arte se origina en la subjetividad del artista, y su siempre maleable significado se fragua en relaciones complejas con el ámbito público. Cuando el significado del monumento se circunscribe exclusivamente a las intenciones del patrocinador no puede decirse que se articula una estética, pues para esto se requiere que, al igual que con las obras de arte, la interacción del público vaya modulando los significados. En lo que sigue, comenzaré a esbozar una estética de monumentos a partir de los vínculos diversos entre los monumentos y los significados que les corresponden.
A- Alegoría
Los primeros monumentos que vienen a la mente son inequívocamente alegóricos. La Estatua de la libertad, El Arco del triunfo, el monumento a Vittorio-Emanuele, así como lo son la mayoría de los monumentos que compone el complejo Yad Vashem. Los monumentos alegóricos se proponen glorificar — merecidamente o no—, y están pensados para servir como portavoz, declarando la grandeza manifiesta de un principio, un logro o un individuo. Los hechos que representan pueden ser monumentales en el sentido de ser dignos de conmemoración (de modo que su carácter monumental precede a la propia construcción del monumento) Por otro lado, puede pretenderse que el hecho conmemorado alcance la condición monumental de forma retroactiva por medio de la construcción del monumento (por ejemplo, los monumentos que Sadam Hussein hizo levantar “en honor” de la actuación de Irak en la guerra del golfo). En este sentido, “monumentalizar” significa distorsionar y exagerar en aras de una glorificación impuesta, dando lugar a una especie de fraude. Por supuesto, el veredicto adjunto a cada monumento alegórico, en cuanto a la justicia de sus pretensiones de glorificación, depende en gran parte de nuestra interpretación de los hechos históricos y las ideologías que entran en juego. En la medida en que el significado alegórico se adjudica a través de la denotación directa por parte del patrocinador del monumento, los monumentos que son simplemente alegóricos raramente contribuyen a provocar experiencias estéticas plenas.
B- Metonimia
Un objeto representa metonímicamente cuando articula por medio de asociaciones espaciales y/o causales inmediatas con su referente. Los monumentos metonímicos son lugares, artefactos o edificios relacionados directamente con acontecimientos históricos particulares, y al ser remanentes históricos cuentan con reconocimiento y protección oficial. Todo sentimiento evocativo que inspire un monumento metonímico deriva de sus vínculos históricos directos. Al igual que con las reliquias religiosas, este sentimiento se apoya en la fe, pues los vínculos pertinentes han de creerse auténticos. Así pues, los monumentos metonímicos adquieren un aura, una fuerza intrínseca para evocar sus contenidos, y por esta misma razón no se prestan habitualmente a las complejas lecturas de intencionalidad que le son inherentes a las obras de arte.
C- Instanciación
Existe un tipo de monumentalidad más compleja y atractiva, desde el punto de vista estético, que aúna la intencionalidad y la metonimia, y que monumentaliza al convertirse en instancia de aquello que pretende representar —aquí propongo un sentido positivo de “monumentalizar” al cual me referiré en adelante—. El monumento de instanciación no es sólo un instrumento de publicidad política o cultural. Su función va más allá de lo burdamente instrumental y se convierte, por así decirlo, en su propia culminación. Quisiera explicarme con un ejemplo: Los poderes sin parangón del faraón Keops y los avances tecnológicos de la antigua civilización egipcia no son sólo simbolizados sino prácticamente personificados —y por ello monumentalizados— por la colosal y sofisticada ingeniería de la gran pirámide de Giza. El imponente efecto que provoca su presencia, equiparable al que se siente ante una obra maestra artística, es motivado tanto por sus dimensiones estéticas, como por la aprehensión de que simples mortales fueran capaces de llevar a cabo tal proeza. De ahí que, aparte del significado metafórico o denotativo que deseáramos proyectar posteriormente sobre la pirámide, el agente monumentalizador fue el mismo hecho inmenso de construirla. A diferencia de los monumentos puramente alegóricos, estos monumentos instanciadores monumentalizan por medio de su monumentalidad inherente. Y a diferencia de los puramente metonímicos, los monumentos instanciadores no son únicamente remanentes históricos, sino que son, asimismo, ejemplificaciones intencionales de aquello que monumentalizan, cerrando así la brecha que existe entre la representación y lo representado. (No todas las condiciones que hicieron posible las pirámides han sido monumentalizadas. Cuáles lo fueron y cuáles no se decide con el apoyo de una gramática de la monumentalidad que amalgame principios éticos y estéticos. Sólo una cultura perturbada que juzgase virtuoso el uso de mano de obra esclava, interpretaría que la pirámide monumentaliza la esclavitud.)
D- El compuesto obra de arte-monumento
Cuando un monumento es también una obra de arte se complica aún más su significación en tanto monumento, ya que bien podríamos desear deslindarlo de los modos estéticos y simbólicos pertinentes a su condición de obra de arte. Sin embargo, a menudo se pretende que un monumento manifieste sus referentes, precisamente, a través de propiedades “artísticas”. En estos casos habrá que decidirse, caso por caso, si un monumento/obra de arte monumentaliza algo y qué es lo que monumentaliza (o monumentaliza, en el sentido despectivo anteriormente expuesto).
El David de Miguel Ángel se presta estupendamente como ilustración de este punto. Al haber dejado a un lado los estándares clásicos de proporciones idealizadas que se habían depurado durante el Renacimiento, para así explotar distorsiones que diesen lugar a tensiones expresivas en la configuración de la obra, el David fue una escultura revolucionaria. Sus patrocinadores, los Medici, la declararon un monumento a Florencia, pues se vislumbraron a sí mismos en el equilibrio logrado por la escultura entre la fuerza pragmática y la delicadeza cultivada, o al menos esto es lo que cuenta la historia. Pero mientras los enormes brazos y la cabeza del David, yuxtapuestos a su cuerpo juvenil podrían bien simbolizar las fantasías de los florentinos, la escultura en sí monumentaliza su espíritu progresista e independiente, instanciado en su adopción de la excepcional estética de Miguel Ángel. Entonces podemos apuntar que las calidades del David—tanto materiales como circunstanciales—, expresan en su condición de obra de arte las intenciones de Miguel Ángel, mientras que en su condición de monumento representan la cultura florentina.
El David es, además, especialmente interesante como monumento, pues es simultáneamente alegórico (de la imagen que de sí misma tenía Florencia), instanciador (del espíritu progresista de esta ciudad), y hasta metonímico (como una extensión concreta de su época más gloriosa).
IV- Monumentos y Memoria
“Por monumento…entendemos una obra hecha por manos humanas y creada específicamente para salvaguardar la memoria de los hechos y destinos de los individuos… por siempre viva y presente en la conciencia de las generaciones futuras”. Alois Riegl en El culto moderno a los monumentos. (1903)
Los monumentos están concebidos para que, de un modo u otro, desempeñen la función de memoriales. En efecto, una de las acepciones de la palabra “monumento” hace referencia a tumbas y sepulcros. Pero aun así, debemos tener en cuenta que los memoriales no se conciben necesariamente para ser monumentales, como es el caso con la mayoría de las lápidas en los cementerios. Un memorial de esta clase, además de procurar que el individuo al que conmemora sea designado de manera propia, generalmente pretende anclar el recuerdo del sujeto conmemorado en la esfera pública, desplegando de manera concreta algún aspecto particular de su presencia pasada. Una tumba convencional metaforiza al individuo al invocar, si bien con sutileza, la masa orgánicamente unívoca que fue su cuerpo. (Esta circunstancia podría explicar en parte el descerebrado vandalismo que asola los cementerios.) Ciertos memoriales más elaborados buscan materializar una gama más completa de los atributos del difunto. En el Egipto Ptolemáico, un ataúd era adornado con un retrato fiel del inquilino. En la Italia del XVI, la tumba de un auténtico aristócrata debía ilustrar nada menos que su noble semblante, sus virtudes y sus hazañas —no como meros símbolos, sino como testimonio indiscutible de su buen gusto y sofisticación—. Por medio de la ejemplificación directa, los memoriales pueden llegar a ser mucho más persuasivos que sus metáforas. El Mausoleo de Lenin, emplazado en la plaza roja de Moscú, no se limita a instanciar aspectos del difunto, sino que instancia al propio difunto. Asépticamente embalsamado, su figura entera se brinda, en la gloria del cuero y el hueso original, a nosotros que somos mortales ordinarios, desmemoriados o escépticos. (Por desgracia para los especuladores de la estética, los acontecimientos recientes en Rusia llevarán al desmantelamiento de este espectacular y perturbador reliquiario. Por una vez, no quedará duda de que el cuerpo arrastre consigo al espíritu hasta la tumba. QEPD.)
V- Monumentos de lo sublime
Al tratar de concebir un monumento para conmemorar a las víctimas judías del genocidio Nazi, de acuerdo a lo propuesto hasta ahora acerca de la estética de monumentos es evidente que deberemos alejarnos de toda pretensión alegórica. Los monumentos hoy conformados por las ruinas de los campos de concentración son enteramente metonímicos y su relevancia no está en disputa, como tampoco lo está su inconsecuencia en términos de articulación estética. Por otra parte, al plantear la posibilidad de un monumento instanciador del Holcausto, nos toparíamos con la incumplible condición de que un monumento de este tipo sea erigido al tiempo que se consolida su referente (como la pirámide de Keops), o bien lograr que, al monumentalizar el referente, las propiedades estéticas del monumento metaforicen de manera íntima y elocuente el motivo conmemorado (como el David). Pero cuando se trata del Holocausto, no existe forma estética capaz de sugerir, aún menos instanciar, el monumental vacío que dejó el siniestro programa de Hitler. Yad Vashem corrobora estas limitaciones evocativas de monumentos en los recientes agregados al complejo conmemorativo.
The Children’s Memorial (El Monumento a los niños) es una instalación contemporánea, con pretensiones artísticas de corte alegórico, que ocupa una sala subterránea totalmente recubierta de espejos. En su centro hay cinco veladoras encendidas cuyas llamas vacilantes se reflejan en los espejos, multiplicándose virtualmente hasta el infinito, y simbolizan las almas de los niños que perecieron en la guerra. Para rematar el efecto escénico, un sistema de sonido recita algunos nombres de las víctimas y sus edades ensalzando todo con una perturbadora ambientación new-age. El efectismo sentimentalizante es suficiente para repeler a cualquier sensibilidad ligeramente desarrollada; y es de especial repugnancia cuando se despliega manipulando a un evento tan amargo y monstruoso que de por sí precisaría conmemorarse con la mayor solemnidad posible. Aún más ilustrativo para nuestro propósito es el hecho de que la potencia metafórica procurada por la instalación es también deficiente por engañosa. La profusión de reflejos estaría ideada para concretar la noción de infinitud, o de un número muy extenso, con el objeto de provocar un efecto parecido al que Kant (de nuevo) denomina “lo sublime matemático” —una condición cognitiva moralmente edificante que es estimulada por nuestras confrontaciones con la infinitud conceptual y fenoménica—. Aun cuando, por una parte, el memorial consigue transmitir la idea de infinito, su pretendida evocación de millones de almas naufraga rotundamente, pues todos sabemos que —salvo cinco— lo que vemos no son llamas “reales”, sino sólo reflejos, y como tales, de ellos sólo podemos derivar la ilusión de millones de almas. Este efecto fraudulento haría las delicias de los “revisionistas” que claman que el Holocausto es una invención.
El valle de las comunidades (The Valley of the Communities) es el último atractivo oficial de Yad Vashem, y el que oficialmente lo “completa”. Extendido en dos y media hectáreas y construido como un laberinto amurallado con bloques rocosos de escala minóica (que en realidad son sólo revestimientos cuidadosamente superpuestos sobre una base de concreto), parecería un sitio arqueológico de la zona un tanto demasiado restaurado. Los nombres escritos de las cinco mil comunidades judías exterminadas por los nazis han sido grabados a lo largo del recorrido. Aun cuando el “valle” intenta expresar la magnitud de la atrocidad mediante la enormidad del monumento, y la devastación mediante un simulacro de ruinas, lo que inevitablemente más nos llama la atención es la monumental petulancia de la arquitectura y, por asociación, de sus arquitectos.
No es de extrañar, entonces, que el dispositivo más apabullante que se despliega en Yad Vashem no sea un monumento ni una obra de arte, tampoco una alegoría ni una metáfora, por muy sugestiva que ésta pueda ser. En medio del torrente de los espectáculos multimedia que hace gala su museo histórico, se alza sin mayor fanfarria una vitrina que contiene cinco o seis estrellas amarillas de distintos tamaños y formatos, y que a su vez son remanente y paradigma de la estigmatización nazi. Estos efímeros tajos de tela están completamente imbuidos del Holocausto e irradian todo el dolor que Yad Vashem y sus grandiosas fabricaciones desearían expresar. El efecto de estas estrellas depende enteramente de que el espectador tenga fe en su autenticidad —es un efecto metonímico en el sentido más contundente—.
VI- Ritos y Memoriales
Para que Yad Vashem pueda ser rescatado del purgatorio de la inconsecuencia estética, debemos replegar las consideraciones sobre lo que sus monumentos representan, simbolizan o significan, y en su lugar examinar qué es lo que este collage monumental hace en la práctica.
Un memorial eficaz debe ser respaldado por un ritual que asegure la supervivencia del recuerdo pretendido por los miembros de una comunidad. El “compartir” ritualizado del recuerdo lo proyecta hacia la esfera pública, pero este “compartir” no se refiere a participar en el uso de un artículo tangible que personifica al recuerdo (como los “pasaportes” en el moralizador juego del American Holocaust Museum) sino a participar con empeño en una actividad comunal. El marco social para la celebración de estos rituales lo ha proporcionado tradicionalmente la religión, el propio Muro de los Lamentos en Jerusalén siendo un ejemplo oportuno. En ocasiones un memorial puede encausar estos ritos, como en la notable circunstancia del Vietnam Veterans Memorial en Washington. Este monumento inscribe, de manera sobria e imparcial en una larga pared de granito negro, los nombres de todos los norteamericanos caídos en la guerra de Vietnam. Así, se plasma la cantidad de sangre americana derramada y al mismo tiempo se reconoce cada vida individual. Al declararse el triste suceso sin recurrir a la fanfarria metafórica y alegórica, la gente se siente desembarazada para dar lugar a sus pasiones privadas y obsequiar ofrendas no solicitadas ante este nuevo Muro de los Lamentos. Las honestas expresiones de dolor contagian incluso a quien no perdió a un pariente o conocido en la guerra, y asimismo a los que no son siquiera americanos. El Vietnam Veterans Memorial demuestra cómo el vigor de un memorial colectivo depende de mucho más que las referencias simbólicas a los conmemorados. Así como lo hacen las obras de arte de calidad, un memorial efectivo debe entablar una relación participativa con su público, y, apropiando del dialecto de Wittgenstein, debe perpetrar a través de este público “una forma de vida”.
Si invertimos el proceso que va del memorial al ritual, una “forma de vida” dinámica y oportuna puede generar un memorial capaz de conmover auténticamente. Es el caso del edredón del SIDA (The Aids Quilt), cuyas dimensiones monumentales son directamente proporcionales al creciente número de víctimas, y consiguen comunicar concretamente lo terrible en la magnitud de la epidemia.
Curiosamente, en Yad Vashem existe un mini memorial, muy poco concurrido, que funciona de manera similar: The Memorial Cave (La cueva del recuerdo). En el encuentro mundial de supervivientes del Holocausto de 1981, los participantes llevaron consigo algunos cientos de lajas conmemorativas en honor de sus parientes asesinados. De materiales y tamaños diversos, las lajas están dedicadas en distintos idiomas: algunas contienen apenas un nombre o dos, otras indican también el país de origen, y otras llevan inscrito un texto más elaborado. Empalmadas al azar sobre los muros de la cueva, estas piedras expresan la individualidad de cada uno de los conmemorados, así como los actos conmemorativos que protagonizaron quienes las colocaron allí. Las diferencias entre las lajas nos invitan a inspeccionarlas y compararlas, y al hacerlo, a participar en la conmemoración de sus sujetos. Resulta algo decepcionante que los supervisores de Yad Vashem hayan subestimado el enorme potencial de este proyecto.
Sin embargo, en última instancia y pese a todos sus defectos, Yad Vashem funciona a efectos prácticos como una especie de “edredón” que se dispersa, cada uno de cuyos “parches” lo constituye un monumento que perpetúa el ritual auto-impuesto de planear, construir y preconizar memoriales y monumentos. Si bien casi todos sus monumentos individuales son estéticamente deficientes, en su totalidad como complejo Yad Vashem encarna el deseo persistente de comunicar lo que no se presta a ser comunicado, de imaginar lo que no se podía imaginar incluso cuando estaba sucediendo, de conmemorar lo que, por su inexorabilidad, no puede ser adecuadamente conmemorado. Aun cuando sus objetivos estéticos originales sean en esencia, como ya he apuntado, imposibles de alcanzar, existe un imperativo moral que alimenta la perseverancia de Yad Vashem, y justamente esta perseverancia monumentaliza su cometido: mantener viva la memoria. De ahí que, a pesar de anunciarse como “el monumento a las víctimas del Holocausto”, Yad Vashem de hecho monumentaliza (instanciando) nuestro recuerdo de las víctimas. Y así será mientras el proyecto se sostenga. La auto-satisfacción o el abandono socavará esta “forma de vida”, cuyo sustento radica, precisamente, en la proliferación de monumentos y memoriales. Por lo tanto, el declarar que Yad Vashem ha sido “completado” es tan inmoral como estéticamente equivocado. De hecho, su “conclusión” es inmoral porque es estéticamente equívoca — corolario, este último, que no se manifiesta tan seguido como uno quisiera.
En la medida en que ello consolidaría la restitución de una cultura judía sedentaria, su liturgia enseña a los judíos a esperar con fervor la edificación del nuevo Templo en Jerusalén, donde puedan otra vez consagrarse ofrendas y sacrificios a Dios. Sería bien posible, sin embargo, que el nuevo Templo se hiciera realidad como un recinto secular, dedicado al recuerdo del sacrificio, y no a su práctica.