Presentación para MAM Junio 2010

ACERCA DE LA MUERTE DE LA PINTURA

 

Cuando hablamos de la muerte de la pintura primero debemos analizar cómo ésta llegó a enfermarse. Debemos considerar la estructura politizada de poder de las falanges que aprueban y condenan. Los propagandistas de algunos artistas sobrepreciados de los años ochentas continúan al mando, y siguen inventando modas con la misma ignorancia e irresponsabilidad de entonces. Las galerías se mudan a nuevas zonas, las revistas de arte se reenfocan en sus nuevos artistas consentidos, los curadores crean nuevas estrellas, y de este modo se mantienen los viejos conectes, así como la incestuosa auto-referencialidad del sistema. El precio de todo esto lo paga el artista. Y sin embargo, quien permite todo esto es el propio artista, pues se reniega a controlar el impacto de su visión personal y le cede el control al mercado. Yo observo que ahora el material, es decir, la obra de arte, es el vínculo menos importante en la cadena de información, atención económica, y distribución múltiple. En resumen, el éxito no deriva de la significación de la obra, sino al contrario; la significación de la obra deriva del éxito. Para el artista de hoy lo principal es el éxito, su producción es el instrumento para lograrlo. Por esto no quiero ya hablar de la muerte de la pintura sino más bien de la muerte del arte. Debemos darnos cuenta de que el propio discurso está totalmente caduco.

 

Hoy día debo confesar mi propia ignorancia. Mi trabajo no pretende contribuir a modas pasajeras, así que no participo en su elaboración. Yo pienso que nuestra vida privada es lo más valioso que poseemos, así que es muy importante para mí mantener un perfil bajo

 

 

 

Las líneas que acabo de leerles son del veterano pintor suizo Helmut Federle, quien hace dos años recibió el prestigioso premio de pintura de la fundación Aurélie-Nemours. A pesar de que las palabras de Federle pueden sonar un tanto demasiado apasionadas, especialmente viniendo de un suizo, buena parte de los pintores de mi generación participamos con Federle en la censura de nuestro medio, este mundillo del arte contemporáneo que se ha emplazado sin mayor resistencia a los modelos del entretenimiento masivo, la moda y la bolsa de valores— y donde el logro artístico se mide en términos de fama, poder y dinero. La acérrima deriva de Federle en contra de la institución del arte contemporáneo la encontré dentro de un extenso intercambio entre pintores célebres que fue publicado en abril del 2003, ni más ni menos por la revista Artforum. Como sabemos, Artforum ha sido uno de los principales motores del insidioso sistema de fabricación y promoción de estrellas del arte contemporáneo que Federle denuncia, lo cual es prueba de la futilidad de la protesta del pintor. Pues cuando el perpetrador del sistema se da el lujo de divulgar a voces sus abusos, es porque no hay quien le obligue a responder por ellos.

 

No obstante que el intercambio en Artforum examinaba las pocas avenidas potencialmente abiertas a los pintores tras la muerte anunciada de la pintura (al igual que este simposio), no sería justo decir que el éxito profesional permanece fuera del alcance de los pintores contemporáneos: Todo lo contrario, el tremendo reconocimiento de Gerhard Richter, Luc Tuymans, Marlene Dumas, Peter Doig, John Currin, Lisa Yuskavage, Neo Rauch —por resaltar algunos— demuestra que hoy por hoy no existe una conspiración institucional en contra de la pintura. De hecho, la producción pictórica sigue y seguirá dando harta leña a las subastadoras Christies y Sothebys. No hay impedimento fundamental alguno para que la pintura sea instrumental en el frívolo régimen señalado por Federle.

 

El pintor en Federle denuncia un enredo de orden ético: Para el artista de hoy lo principal es el éxito, su producción es el instrumento para lograrlo. Probablemente el paradigma moderno de tal artista lo fue Andy Warhol; nadie puede poner en duda que el famoso empelucado logró su propósito de fetichizar el éxito en sí, y a un grado exponencialmente mayor de lo que cualquiera pudo imaginar. El éxito de Warhol rebasa la burda comercialización ante la cual artistas menos sofisticados han sucumbido. Si bien el atractivo de la economía de mercado radica en la ecuación de introducir el mejor producto al menor precio, Warhol revolucionó nuestro mercado con el misterioso arte de comercializar el peor producto al mayor precio. El genio y la envergadura de Warhol no están en juego, pero a mi no deja de inquietarme el que una lata postiza de sopa Campbells firmada por él sea adquirida en millones de dólares por algún coleccionista, al tiempo que el mundo no alcanza a hacerle llegar su sopa a los niños hambrientos de Darfur. Este tipo de derroches extravagantes en arte contemporáneo revelan un escenario verdaderamente embarazoso en términos éticos para quienes hemos esposado la actividad artística y su estudio como una alternativa moral ante la alienación de la vida moderna. ¿Pero a qué o a quién responsabilizar por semejante desvergüenza? Podríamos argumentar que no es culpa del arte ni del artista, sino de los tiempos, pues el entorno protagonizado por los coleccionistas, las galerías y las subastadoras es producto de una circunstancia externa al medio, habilitada por las truculencias del capitalismo globalizado que vivimos. Asimismo podríamos retomar en cuenta que lo que hoy entendemos por Arte siempre dependió de los favores de los poderosos– los faraones, césares, emperadores, monarcas, papas, dictadores y ahora la alta burguesía. Cierto es que antes del modernismo decimonónico el alineamiento del artista con el poder quedaba mal que bien asumido en su práctica. Bajo estos argumentos, el reprochable adjunto ético del arte contemporáneo sucede por asociación; no es culpa del arte sino de quienes le acechan. Si esto es lo que puede decirse hoy a manera de excusa por los excesos del mercado del arte, no es lo que se decía hace veinte años —cuando comenzaba mi carrera pública como pintor. La década de los ochenta también había dado lugar a excesos extravagantes: El ascenso de los precios de los Julian Schnabels, Sandro Chias y Salomes estaban prácticamente indexados en múltiplos del Dow Jones. Pero cuando el colapso del mercado del arte en el 89 siguió al colapso de Wall Street, la culpa del maridaje entre el arte y el capital, se decía, la tenía la pintura por ser el no muy discreto encanto de la burguesía. Retomando la nomenclatura de Federle— “las falanges que aprueban y condenan” clamaban con absoluta seguridad que la pintura aglomeraba al mal como un tumor incrustado dentro del medio artístico, como una excrecencia que fomenta necesariamente la nefasta y corrupta comodificación del arte. Así la sumaria condena de la pintura, su extirpación y el exilio forzado, sino es que la pena capital. Vamos, la mayoría de la pintura de los ochenta era, en efecto, mala, incluso muy mala— pero no por ello podemos decir que encarnara ontológicamente al mal.

 

Pretendiendo hacer un borrón y cuenta nueva a principios de los años noventa, los defensores del arte contemporáneo se propusieron purgar sus conciencias mortificadas por los pecados de la comercialización, y para ello encontraron un atrayente elíxir en las pócimas y diuréticos de la vanguardia de la época dorada del conceptualismo, cuyo efecto al cierre del siglo sería el rehabilitar ese ímpetu mesiánico del avant-garde que fue tan bien ilustrado por la mítica Documenta 5 de Harald Szeemann en 1972. La superestructura ideológica de la reforma post-ochentera demarcaría para el arte contemporáneo una dimensión paralela donde el espíritu revolucionario sesentero seguiría, si no vivo, por lo menos coleando. Los gurús del arte contemporáneo que ávidamente respondieron a ese llamado redentor lograron con tremenda eficacia imponer un reformulado catequismo que pregona el culto al arte contemporáneo como una especie de empresa crítica/activista con fines de orden “progresista”. En la liturgia curatorial correspondiente, el arte, la conciencia social y el bien común van de la mano, pues a falta de algún parámetro estético que pudiera justificar su existencia, al arte contemporáneo ya no le ha quedado más remedio que estar del lado de los buenos, como diría Chespirito.

 

De allí que, en las últimas Documentas, Bienales de Venecia, Sao Paulo y sus múltiples clones, la pintura haya quedado prácticamente vetada del espacio público. Los paladines curatoriales de estos eventos determinaron someternos a una estricta dieta de videoarte, intervenciones, acciones, instalaciones y todos aquellos géneros etiquetados con el certificado de una vanguardia que tiempo atrás estuvo indispuesta a la comodificación. Así, al visitar estas exposiciones, uno encuentra que el espacio que quizás hubiera podido dejársele a alguna buena pintura para complementar, digamos, a una buena instalación –ya sea en armonía ó a contrapunto– ese lugar lo ocupa, una y otra vez, algún video amanerado con su inmanente banda sonora New Age, o la fresca ocurrencia de algún adolescente que descubrió a Duchamp hace dos meses, o el empalagoso montaje escenográfico que disfraza a la galería de arte en cualquier ambiente que no sea una galería de arte.

 

Si algo ha logrado la insistente e incuestionada preponderancia de los llamados “nuevos medios” en estas auto-complacientes muestras es en haber empalmado a los espacios públicos con los lugares comunes del arte post-conceptual; estrategias artísticas que ahora han pasado a ser variantes de uso en la mercadotecnia del turismo cultural, donde la provocación y el escándalo se han vuelto parte muy bienvenida del sano entretenimiento del público. Y con el entretenimiento, la comodificación de las vanguardias no se ha quedado atrás: Los primeros en la fila de entrada a las bienales son los grandes coleccionistas que son seguidos muy de cerca por los grandes galeristas cargando las listas de precios de sus grandes artistas expuestos. El fenómeno reciente del establecimiento de kunsthalles privados donde los coleccionistas más chonchos ahora presumen sus recién adquiridas videoinstalaciones, intervenciones y documentaciones varias, son evidencia de que esas voces del arte justiciero con delirio de Robin Hood en la práctica terminan por ser las bufonerías de nuestras cortes.

 

A mi parecer, cuando se expurgó oficialmente a la pintura en pos de la renovación moral de las grandes muestras es cuando, paradójicamente, también comienza a cuajarse la bancarrota ética más fastidiosa del medio del arte contemporáneo; una bancarrota ética que, ahora sí, es incuestionablemente interna al medio, la cual se enmaraña progresivamente en el creciente y hipócrita acomodo maquinado entre los discordantes intereses ideológicos y comerciales. El acomodo en el medio del arte entre la ideología progresista y la desbordada especulación financiera, por medio de la mercadología posmoderna, también ha terminado por establecer parámetros que los artistas más astutos, a su vez, han aprendido a utilizar y explotar, inocente ó descaradamente, concientemente o no, con el propósito de seducir tanto al curador bohemio como al coleccionista multimillonario.

 

Como lo mencioné en un principio, la pintura ha regresado a la escena internacional por la puerta trasera. No ha sido precisamente el regreso del hijo pródigo, pues para acoplarse a los lineamientos ideológicos del establishment crítico-curatorial, la nueva pintura ha tendido a ampararse en el postulado de negarse a sí misma, de auto-sabotearse con cuanta dosis de ironía y cinismo tenga cabida. Por lo mismo no deberá sorprendernos el que buena parte de la pintura que es ideológicamente aceptable termina siendo una especie de pintura/caricatura– no en el sentido de adoptar la caricatura en la pintura como lo hizo Roy Lichtenstein sino en el de convertir a la pintura en una caricatura de la pintura, como lo hizo el propio Warhol al satirizar el dialecto de los expresionistas abstractos de su época , y que Richter ha terminado por agotar (valga la redundancia) con su action painting clínicamente esterilizada de cualquier tipo de emoción.

 

Del mismo modo, aunque de ninguna manera es el único modo, podemos entender a Currin como una caricatura de Tiziano , a Doig como una caricatura de Klimt , a Dumas como una caricatura de Munch …. No quiero decir con esto que toda caricaturización es indeseable desde la perspectiva de la pintura, mi crítica se refiere a las predisposiciones ideológicas del medio que dan particular bienvenida a la caricaturización de la pintura. Por lo demás, si mi reclamo imparte un dejo del delirio paranoide de Helmut Federle, quisiera articular una breve apología de mi propio delirio con una impresión concreta:

 

Hace unas semanas visité una exposición retrospectiva del celebradísimo Luc Tuymans en el museo de arte moderno de San Francisco. Me acerqué a mirar un pequeño bosquejo que se expone como una de las piezas paradigmáticas de Tuymans. Pintado en el cuasi-grisaille característico de este pintor, el cuadro parece ser una despreocupada calca de la foto de un recinto tan austero como lo es el tratamiento formal del cuadro. Como bien sabemos, con la pintura figurativa posmoderna uno tiene que acceder a información externa para poder apreciar el cuadro de manera justa, y así es con la obra de Tuymans. El título de esta pintura, “Gaskamer”, nos informa que se trata de la imagen de una cámara de gas. De hecho, mi indagación posterior al respecto de esta imagen indica que se trata de una cámara de gas modelo construida en el campo de Dachau en 1943. Existe cierta controversia en cuanto a qué tan funcional y eficaz pudo ser esta cámara. Según la evidencia disponible, fue diseñada y utilizada de manera experimental por el Dr. Sigmund Rascher—quien era cercano a Himmler—pero no ha quedado demostrado que fue utilizada para el exterminio masivo. ¿Tiene esto algo que ver con la intención de Tuymans? Nada de ello se relata en el texto de la cédula que acompaña a su pintura. En su lugar, se nos ofrece la siguiente exaltación:

 

“Gaskamer” forma parte de la serie titulada “El Arquitecto” que Tuymans dedica al Holocausto y que a su vez articula el tratamiento más completo de este tema recurrente en su obra. Y sin embargo, el espectador difícilmente saldrá de aquí con una mejor comprensión de las atrocidades que la palabra “Holocausto” aglomera. Esto refleja el propósito principal de Tuymans, recalcando que ciertos eventos desafían a los poderes de la representación.

 

Este mañoso encomio de la obra de Tuymans me angustió más de lo que pudo haberlo hecho el cuadro. El texto recurre a dos falacias: Primero, que el abordar el tema del Holocausto reviste a la obra de contenido sublime y solemne, y luego que el haber reconocido los “límites de la representación” exonera al pintor de su menosprecio del oficio en el tratamiento del tema. Dejaré para otra ocasión el asunto de la banalización del Holocausto en el arte, pues aquí quiero atacar la falacia que promulga al reconocimiento de los límites de la representación como virtud artística en sí. Pregunto; si un evento desafía los poderes de la representación, por qué diablos querría un pintor someterse al fracaso inevitable de aspirar a representar lo que no puede ser representado? Qué caso tiene comenzar un cuadro que está predeterminado al fracaso? Cuando admiramos una pintura, acaso no la admiramos porque demuestra algún logro? En fin, como pintor uno podría argumentar de este modo: el reto lo asumo por el placer de darle al contrincante con todo lo que tengo, por el honor de hundirse habiendo dado la mejor pelea que uno puede… Sin embargo, el cuadro “Gaskamer” de Tuymans no exhibe ninguna gota de sangre, sudor ni lágrimas. Desde la perspectiva impulsada por los curadores de la muestra, la conclusión lógica de su planteamiento crítico debiera ser que el pintor despliega aquí su oficio, si acaso, como un huevón cobarde, pero en lugar de ello se le aplaude el fracaso asumido a la ligera como la piedra de toque del genio. Acaso se pretende que esto es lo que debemos admirar en el arte del siglo XXI?

 

Podríamos comentar el cuadro “Gaskamer” desde un punto de vista más recatado– un punto de vista que permitiera la apreciación de sus modestas cualidades pictóricas. Por lo mismo yo no quisiera condenar a título personal a Tuymans en el patente disparate que los curadores le achacan sin advertirlo — porque, vamos, los artistas por lo general carecemos del pudor que pudiera protegernos de publicar nuestras propias estupideces. Es parte de los gajes de ser artista (yo mismo aprovecho la ocasión para recurrir a esta excusa por todo lo que llevo dicho hasta ahora y lo que viene en seguida). Por su parte, las curadoras de Tuymans (Madeleine Grynsztejn, directora del museo de arte contemporáneo de Chicago, y Helen Molesworth, curadora del museo de arte de la universidad de Harvard), no cuentan con la excusa del artista, pues la razón de ser de la curaduría es la de conformar sensibilidad en lucidez. Y aquí han demostrado que su mirada y su intelecto, por lo menos en este caso, no hacen gala de tal distinción.

 

El ejemplo de “Gaskamer” y su correspondiente cédula ilustra fielmente a qué grado han infestado a las instituciones artísticas los absurdos dogmas de cierta especie de Dianética artística que confía en que el arte purgará a la sociedad de sus males a fuerza de voluntad y conciencia pura— clichés vacuos y enceguecedores con los que ahora también se pretende evangelizar a los públicos que aún tienen fé en el arte. El propósito del tráfico de salvas retóricas como ésta que he recogido es banalizar al arte de modo que pueda ser pasteurizado y homogeneizado para el consumo masivo. En este sentido concuerdo con Federle: “… no quiero hablar de la muerte de la pintura sino de la muerte del arte”, o mejor dicho, de la muerte de la idea que los pintores tenemos de lo que es el arte, porque, a fin de cuentas, el arte como moda y entretenimiento parece haber llegado para quedarse por un buen rato.

 

El lamento y la euforia asociados con la muerte de la pintura ó del arte son consecuencia de la fé en que el arte y la pintura representan valores sin los cuales nuestra cultura será menos humana. Puede ser que dicha convicción no sea más que una mala costumbre derivada del romanticismo decimonónico. En un interesante estudio de la genealogía de nuestra presente concepción general del arte, “The Invention of Art”, el filósofo Larry Shiner propone que lo que hoy entendemos por arte se origina apenas en el siglo XVIII, cuando se articula la idea moderna de la estética como una dimensión cognitiva del ser humano que aspira a cierta condición de universalidad y que se constituye a partir del arte y la belleza. Shiner demuestra por medio de documentos históricos cómo anteriormente las distintas disciplinas artísticas (las artes visuales, la arquitectura, la música, la literatura, la danza y las artes escénicas) no se conglomeraban bajo un mismo esquema de “arte universal”, y cómo, por ejemplo, los griegos y romanos jamás podrían haber imaginado qué diantres es lo que nosotros llamamos arte. Si acogemos la propuesta del profesor Shiner en cuanto a la condición contingente de nuestra concepción del arte, deberemos también aceptar que la idea moderna de las artes visuales que desembocó en la Documenta de 1972 tampoco durará por siempre, que la idea del arte seguirá transformándose en el futuro lejano hacia algo que, si lo encontrásemos ahora, nosotros mismos no podríamos apreciarlo como arte pues el vocablo “Arte” habrá pasado a significar algo que no somos ahora capaces de imaginar. Por su parte, la pintura se desenvolvió sin requerir de la idea moderna del arte desde Lascaux y Altamira hace 25 000 años y hasta Vermeer y Rembrandt, y seguirá desenvolviéndose con o sin ella cuando el arte termine desligado por completo del humanismo moderno. Quizás una vez divorciada del arte contemporáneo, la pintura se conformará con ser una disciplina exótica —con su propio contexto de producción, diseminación y consumo— que se asemejará a los insulares mundos de la cerámica, la poesía y la relojería artesanal, mientras el arte contemporáneo se arrimará más y más hacia Hollywood, Vogue y YouTube hasta que termine por diluirse completamente en el vasto mundo del entretenimiento que habrá de acaparar la masa del intelecto humano en la era de la información.

 

Haciendo eco a Helmut Federle, quisiera terminar aquí con la postulación de mi propia ignorancia; en tanto que ahora el arte se encuentra en una coyuntura que artistas de la vieja escuela posiblemente no alcanzamos a entender: o por lo menos no entendemos bajo qué razonamiento pueden acogerse la simulación ética y la banalización —como vengo de señalar— en la adjudicación de valor en la institución vigente del arte contemporáneo. Y entendemos aún menos como podría aplicarse esta mecánica de valorización en la apreciación del arte que hemos heredado, que admiramos y que hubiéramos querido visualizar en un futuro. Pienso que quienes ejercemos la pintura a través de este presente serpentino deberíamos no preocuparnos demasiado por el destino de la pintura en relación al mundo del arte contemporáneo; si éste acoge a la pintura o la rechaza, si la declara relevante o no, viva ó muerta. En lugar de ello, los pintores haremos mejor en preocuparnos sobre si la pintura que cada uno de nosotros pone en práctica responde ó no a un proyecto, si no sensato, por lo menos honesto, donde la buena pintura, y no el estrellato, es el designio de la ambición. El resto está fuera de nuestras manos.