Turbia ejecución

(13-May-1998).-
Hace unos días, en entrevista exclusiva con REFORMA 8/5/98, Robert Littman, director del Centro Cultural Arte Contemporáneo anunció el inminente cierre del recinto que alberga a la institución para que éste sea transformado en hotel. No me parece extraño que la empresa patrona del CCAC, el Grupo Televisa, haya tomado esta decisión, pero sí que le haya llevado tanto tiempo el tomar cartas en el asunto concerniente al museo de arte contemporáneo metido en el edificio de prensa del Mundial de Fútbol México 86 y acomodado sobre uno de los terrenos más cotizados de la ciudad.

Sólo un magnate afluente y autocrático como Emilio Azcárraga Milmo pudo haberse dado el lujo de generar un proyecto cultural sin importarle el innecesario costo de oportunidad que su compañía sobrellevaría al localizarlo en tan valiosa propiedad. Quién sabe cuáles hayan sido las motivaciones subyacentes del felino Don Emilio para proceder así después de todo, el exclusivo hobby de poner museos no pareció entretenerle demasiado, y menos el arte contemporáneo que el suyo supuestamente promovería. De hecho, tan poco le preocupó la idea de “lo contemporáneo del arte” que plantó en el lobby del CCAC un tremendo retablo colonial, el cual a nadie deja de sorprender por su incongruencia con el lugar. Tales caprichos mermaron el sano desenvolvimiento de este museo desde sus inicios.

En 1986, la concepción del CCAC parecía obedecer a la necesidad de contrarrestar la total carencia de apoyo a las artes plásticas de vanguardia por parte de la iniciativa privada en México. Muchos esperábamos del CCAC un espacio libre de los contrapesos burocráticos y de las restricciones presupuestales que han entorpecido a los museos oficiales; confiábamos en que se convertiría en una fuerza regeneradora de las jóvenes generaciones de artistas mexicanos, tanto por su capacidad para importar exposiciones de corte innovador como para convocar e impulsar al talento local; pensábamos que además podría legitimar al mercado de arte contemporáneo y así motivar a nuevos coleccionistas.

En un entusiasmante principio, Azcárraga y Cía. contrataron al previamente director de la prestigiada Gray Art Gallery de la Universidad de Nueva York. El Señor Littman logró traer obras que los aficionados al arte contemporáneo en México solo conocían en reproducción; recordemos la colección del legendario dealer Leo Castelli (1987) y las instalaciones del francés Christian Boltanski (1992) y del inglés Anthony Gromley (1992). El Tigre le dio a Littman la insólita oportunidad de conformar una colección para el museo; en poco tiempo el CCAC se hizo de un acervo importante, por su calidad más que por su cantidad, incluyendo firmas como la de Joseph Beuys, Richard Long, John Baldessari y Jenny Holtzer. Y fue entonces cuando el CCAC adquirió la producción de los más notados artistas mexicanos de ese momento, agrupando un buen número de obras de cada uno de sus favoritos (entre ellos Germán Venegas, Rocío Maldonado, Sergio Hernández, Ray Smith Iturralde).

Sorprendentemente, la sala donde se exhibían las nuevas adquisiciones no era una mera galería de nombres, sino de obras significativas. Sin embargo, el espectacular programa de adquisiciones del CCAC no duró mucho, y no debido al estrepitoso derrumbe del mercado del arte en 1989. La separación de Don Emilio y Paula Cussi en 1992 terminó en que la Sra. Cussi “se quedaría” con el museo (lo cual es un decir, pues en realidad le correspondería a la Fundación Cultural Televisa), y gracias a ello el CCAC se quedó sin su línea de crédito. En poco tiempo Littman se ganó fama de exhibir piezas todavía sin liquidar en su sala de nuevas adquisiciones, para luego devolverlas a los artistas o a las galerías.

El programa de exposiciones del CCAC no se conformó al perfil de un museo de arte contemporáneo, lo cual posiblemente también sea atribuible a las arbitrariedades pasionales de sus patrones. Comenzando por el alquiler de pinturas españolas al Museo del Prado, proliferó en el CCAC una larga secuencia de muestras exentas de relación con el arte contemporáneo, entre ellas “Imágenes Guadalupanas, Cuatro Siglos” (1987), “Tesoros de la edad de Bronce del Museo de Shangai” (1994) “Tesoros de la edad del oscurantismo en Europa” (1992), “Vestigios de Tierra Santa” (1995), “Francois Desportes, pintor francés del s. XVII” (1994). Haciendo eco a la estrategia priista de secuestrar la palabra “Revolucionario” para obstaculizar su uso social legítimo, el CCAC usurpó el rubro cultural del “Arte Contemporáneo” sin preocuparse por sustentarlo. Afortunadamente, el programa del CCAC se remendó en los últimos años, y el recuerdo agradable que nos dejará es de exposiciones sólidas como las de Miró y Stanley Spencer (1998), y de muestras temáticas ambiciosas como la del Expresionismo Abstracto (1996) y “Así está la cosa, instalación y arte objeto en Latinoamérica” (1997).

Pero esta rectificación tardía no compensa la omisión más penosa del CCAC: la de haberse desentendido casi por completo de la difusión del arte contemporáneo mexicano. En toda su década de operación el CCAC organizó apenas una muestra completa de una artista mexicana contemporánea (quien por casualidad resultó ser hermana de una alta funcionaria del CCAC). Es incomprensible que ni siquiera se haya hecho una exposición de alguno de los artistas mexicanos que el propio museo coleccionó copiosamente. Y es decepcionante el que un modesto Projects Room, en alguna excepcional ocasión ocupado por una instalación de Silvia Gruener, no haya dado cabida a otros proyectos de jóvenes mexicanos. No sorprenderá, entonces, la tibia indiferencia de la comunidad artística ante el anuncio del cierre de este espacio cultural.

De lo anterior podemos intuir que los amos y señores del CCAC en buena parte se conformaron con satisfacer sus vanidades personales, y no se dieron, o no quisieron darse cuenta de las importantes consecuencias culturales que su museo pudo haber detonado. El último de los sucesos familiares que afectaron gravemente al museo, golpe letal, se dio, hace unos meses, cuando la Sra. Cussi vendió su participación accionaria en Televisa, abandonando el CCAC a la merced de los yuppies futboleros herederos de la empresa.

Litttman insinuó que al CCAC se le asignará un espacio en el nuevo hotel y continuará auspiciando entonces su programa de exposiciones. Dado el caprichoso historial de este museo, es imposible prever qué sucederá realmente. Si el CCAC continúa de una u otra forma, no sería razonable meterlo en un hotel –a los dueños no les atraerá la idea de tener a grupos de niños escolares atravesando su lobby constantemente. Lo sensato sería trasladar al CCAC a otro recinto, a un edificio independiente construido, o al menos acondicionado, de acuerdo a las necesidades museográficas y administrativas de la institución. De ser así, todos se verían mejor servidos. Faltará más voluntad que recursos en Televisa para llevar esto a cabo. Pero, por otra parte, Littman ha conseguido, entre tanto, la custodia de la valiosísima colección Gelman –una tercia de ases que probablemente sabrá aprovechar para darle cotinuidad al museo. Ojalá el CCAC consiga la oportunidad de rectificar su trayectoria en una próxima reencarnación.