Tomando forma, surtiendo efecto.

 

 

 

“Matices sutiles de comportamiento. ¿Por qué son importantes? Porque tienen consecuencias importantes.” Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, IIxi.

[Nota: El original de Wittgenstein es en alemán, el inglés es ya una traducción, por lo cual aquí deberíamos poner la cita en castellano.]

 

I.

Contra la sabiduría popular, la satisfacción más singular del pintor no se deriva del desahogo terapéutico que puede conllevar el rayonear, manchar, embarrar una tela pulcra. Más bien, lo que a uno le mantiene pintando es fruto de un esfuerzo bien premeditado; es la sensación un tanto demiúrgica que se consigue al aplicar alguna figura, cierto color, tal pincelada de modo que el material manipulado genera un efecto plástico sujeto al deseo propio del pintor, un efecto justo antes inexistente y justo después públicamente accesible. La gestación de un efecto plástico puede ser compleja desde el punto de vista técnico, pero la complejidad que me interesa ahora es de otro tipo; es la complejidad de lo que uno debe asumir para poder apreciar un efecto plástico (el sentido de “apreciar” debe tomarse primero como “percibir” y luego como “valorar”). Un efecto plástico se hace mientras se ve y se ve mientras se hace. Y al hacerse, la pintura toma forma y surte efecto de manera simultánea. La forma plástica de la pintura se materializa artesanalmente, y se va generando en la medida en que el plano pictórico se articula, se consolida y surte efecto.

 

Quiero señalar con lo anterior que en una pintura –sea figurativa o abstracta, realista o expresionista– no hay efecto plástico sin plano pictórico, ni plano pictórico sin efecto plástico. Cabe aclarar que los términos “plano pictórico” y “efecto plástico” distan de ser sinónimos, para evitar la sospecha de tratarse de un sofisma. El contraste que aquí nos concierne radica en que todo efecto plástico es por definición visible, mientras que el plano pictórico, como lo sugeriré, no es objeto sino condición de nuestra visión pictórica y plataforma implícita de todo efecto plástico.

 

II.

Para explicarme mejor quisiera comenzar por señalar cómo fue que precisamente Clement Greenberg, el crítico de arte más preocupado por estos asuntos, no vislumbró la relación aquí demarcada, en tanto que él pensaba que sí es factible la obtención de un plano pictórico sin relación con un efecto plástico. Recordemos algunos conocidos pasajes de Greenberg en los que la idea de “planitud” (flatness) se propone como la norma regidora de la pintura modernista. En “After Abstract Expresionism”, de 1962, decía:

 

“… ahora parece haberse establecido que la esencia irreducible del arte pictórico consiste en apenas dos convenciones o normas: la planitud y la delimitación de la planitud; y que la observancia de estas normas basta para crear un objeto que pueda ser percibido como un “cuadro pictórico” (picture): de este modo una tela estirada existe ya como un “cuadro pictórico”– pero no necesariamente como uno exitoso”.

 

Greenberg parece suscribirse a la idea de que el plano pictórico es concomitante con la planitud de la superficie sobre la cual el cuadro se pinta, de que el hecho de que existe la planitud delimitada de la tela es suficiente para que esa planitud física sea ipso facto pictórica también. Dicha posición es consistente con su interpretación del devenir de la pintura moderna como la había delineado veintidós años antes en “Towards a Newer Laocoon” (1940):

 

“… Pero lo más importante de todo, el propio plano pictórico se vuelve más y más somero; aplanando y comprimiendo los planos ficticios de profundidad hasta que se encuentran como uno solo en el plano material y real que es propiamente la superficie de la tela…”

 

Partiendo de tal concepción, no habría de extrañarnos la predilección de Greenberg por la obra de Morris Louis hacia principios de los años sesenta. Pues Louis, más que pintar sus telas, las teñía, y con ello asimilaba literalmente el plano del color a la superficie física encarnada por la tela. Por otra parte, si Greenberg hubiera atinado en el caso de Louis como atinó en el caso de Pollock, debería de extrañarnos el porqué la obra de Morris Louis no ha logrado sobrellevar a su favor los embates de la historia del arte consiguiente. A mí me parece que el error en el juicio de Greenberg con respecto a la calidad de la pintura de Louis radicaba precisamente en haber identificado someramente el plano pictórico con la superficie física de la obra.

 

A partir de su destilación particular de la noción de planitud en “After Abstract Expresionism”, Greenberg se ve obligado a aceptar la inclusión del monocromo minimalista dentro del campo de la pintura, pero, puntualmente añade, no por ello es necesariamente una pintura exitosa. En “Modernist Painting” (1960) señalaba lo requerido para el éxito de una pintura modernista:

 

“… La planitud hacia la cual se orienta la pintura modernista no puede llegar a ser nunca una planitud absoluta. La sensibilidad agudizada del plano pictórico puede ya no permitir la ilusión escultórica, o el trompe-l’oeil, pero sí puede y debe permitir la ilusión óptica. La primera marca hecha sobre una tela destruye su planitud absoluta y literal, y el resultado de las marcas hechas por un artista como Mondrian es una especie de ilusión que sugiere una tercera dimensión. Sólo que ahora es una tercera dimensión estrictamente pictórica y óptica…”

 

Para Greenberg, entonces, la calidad de una pintura modernista recae en una articulación circunscrita por dos parámetros: la condición de planitud y “la ilusión de una tercera dimensión estrictamente pictórica y óptica”. La postulación de este tipo de ilusión por parte de Greenberg respondía probablemente a su rechazo por la planimetría concreta, patentemente anti-ilusionista, que el joven Frank Stella practicaba desde 1959 y la cual sería en breve llevada a su límite por los minimalistas. Sin embargo, la respuesta neo-ilusionista de Greenberg contradice literalmente su propio ensayo de 1944, “Abstract Art”, donde afirma que:

“… El sentido profundo de la transformación [de la pintura moderna] es que en una época en la que todo tipo de ilusiones están siendo destruidas, los métodos ilusionistas del arte deben ser igualmente rechazados”.

 

El asunto sería menos escabroso si entendiéramos lo que en “Modernist Painting” Greenberg llama “la ilusión de una tercera dimensión estrictamente pictórica y óptica” simplemente como parte de lo que entendemos como “efecto plástico”, evitando así traer a colación la idea de ilusionismo. Sin embargo, aún así quedaría por clarificar qué tipo de efecto plástico Greenberg desea invocar. Para apoyar la abstracción a costa del naturalismo, el efecto plástico particular que Greenberg promueve en “Modernist Painting” debe permitir “la sensibilidad agudizada del plano pictórico”, y como consecuencia de la identificación del plano pictórico con la superficie de la obra resulta que “la sensibilidad agudizada” a esta superficie no es compatible con los efectos plásticos de la pintura naturalista. En cierto modo la atención enfocada en la planitud de la superficie del cuadro puede distraernos del efecto de la imagen representada. Pero aun cuando estemos dispuestos a aceptar la antítesis entre superficie e imagen, si no asimilamos el plano pictórico con la superficie física del cuadro no tendría por qué deducirse desde aquí, primero, la antítesis entre el plano y la imagen, y segundo, el rechazo del naturalismo. De hecho, mi intención es no solamente negar la identificación greenbergiana del plano pictórico con la superficie de la obra, sino además sugerir que plano e imagen son mutuamente dependientes, que no hay plano sin imagen, y que un esquema pictórico reformulado a través de esta relación, en lugar de cerrar la gama de posibilidades de la pintura como lo hizo el reductivismo modernista, permite a la pintura desenvolverse creativamente aún salvaguardando su sumisión a lineamientos de orden formal.

 

III.

Para deslindar el plano pictórico de la superficie pictórica debemos comenzar por rebatir el argumento que los asimila el uno a la otra. La noción greenbergiana de planitud pictórica se desprende de la idea enunciada en el ensayo “Abstract Art” de 1944, alusiva a que nuestra experiencia visual es “esencialmente bidimensional”, y por ello, según este argumento, una pintura fiel a la experiencia visual debe ser también “esencialmente bidimensional”. El argumento es rebatible desde varios flancos, el más evidente y efectivo sería una reducción al absurdo. Si nuestra experiencia visual fuese esencialmente bidimensional, cualquier cosa que pintáramos sobre una tela sería percibida como esencialmente bidimensional sin importar su grado de naturalismo, tan esencialmente bidimensional como el resto de nuestras percepciones visuales extra-pictóricas. Una epistemología que postulase que lo único que “realmente” vemos son manchas de color proyectadas bidimensionalmente en la retina cancelaría de tajo la noción de superficie pictórica, pues  la deducción de las superficies de objetos a partir de nuestra percepción visual sería insostenible bajo tal esquema, y también la noción de plano pictórico quedaría cancelada porque no sería justificable suponer un plano proyectado más allá del plano esencial retiniano.

 

Podemos recurrir a la indagación anatómica de la Óptica de Descartes, a la lógica de las categorías kantianas en la percepción humana, e incluso al sentido común de G. E. Moore y de cualquier persona pedestre, para afirmar que nuestra experiencia visual es intrínsecamente tridimensional, que podemos ver, por lo menos, las superficies de los objetos, y que entre los objetos que ocupan una extensión de espacio y poseen densidad y peso existe una clase de objetos que llamamos “pinturas”. Nadie en sus cabales puede negar que podemos ver las superficies de las pinturas. Lo que resulta insensato, en todo caso, es la idea de que las pinturas pudieran ser percibidas bidimensionalmente.

 

Pues para entender lo que sería el acto de “percibir bidimensionalmente” tratemos de imaginar un ser que habita un universo bidimensional. Si ese ser fuera capaz de percibir visualmente, lo que percibiría serían exclusivamente sucesiones de puntos sobre un horizonte sin amplitud, y en ese caso sería demasiado forzado hablar de una percepción espacial. Nuestra percepción de ese entorno bidimensional desde nuestro espacio tridimensional podría ser inmanente, como la idea que tenemos de la inmanencia de Dios en nuestro espacio. Pero así como Dios no percibe tridimensionalmente en el sentido de que en su inmanencia no percibe a la distancia (pues lo percibe Todo de  golpe), nosotros no percibiríamos bidimensionalmente al percibir un universo bidimensional desde nuestro universo tridimensional. Lo cual no quiere decir que no podamos concebir la noción de bidimensionalidad. Y precisamente es esto lo que hacemos cuando pensamos el plano pictórico como una proyección conceptualizada de una bidimensionalidad sugerida por la superficie de la pintura, pero no encarnada en ella. El plano pictórico no es físicamente tangible ni localizable, sino que entra de lleno en el campo de la representación. Por lo anterior, la percepción de la pintura implica simultáneamente la percepción de una tridimensionalidad real que sostiene la existencia de un objeto pictórico y de una bidimensionalidad imaginada que posibilita la percepción de la representación pictórica.

 

 

IV.

Al haber deslindado el plano pictórico de la superficie de la obra, podemos proceder a analizar brevemente la simbiosis que se da entre plano e imagen en el campo de la representación. Anotemos de paso la relativa injusticia en condenar severamente a Greenberg por haber ignorado este fenómeno, pues las teorías de la representación entonces vigentes tampoco lo discernían. Tanto Wittgenstein como Gombrich proponían que la mirada con la cual captamos las escenas mostradas en pinturas, fotografías, pantallas, paredes húmedas y nubes, se sostienen en base a un tipo de atención denominada “ver-como” (seeing-as). Basándose en el ya imprescindible ejercicio óptico del pato/conejo, en el cual un dibujo puede verse como la descripción de un pato o bien como la descripción de un conejo, se dice que la mirada de la representación oscila entre atender un aspecto u otro del mismo objeto, mas no puede concentrarse en los dos al mismo tiempo. Respetando dicho esquema, Greenberg asumía que nuestra atención al plano pictórico era incompatible con la atención a la imagen representada, y así lo enuncia en uno de los pasajes más pomposos de “Modernist Painting”:

 

“… Mientras uno tiende a ver qué hay en [una pintura de] los Viejos Maestros antes de ver el cuadro pictórico, uno ve un cuadro modernista primeramente como un cuadro pictórico. Esta última es, por supuesto, la mejor manera de ver cualquier tipo de cuadro…”

 

Si bien la  noción de “ver-como” está bien aplicada al ejercicio del pato/conejo, es erróneo extender esta aplicación a toda nuestra percepción asociada con la representación visual, y así lo ha demostrado el filósofo Richard Wollheim en diversos ensayos publicados desde los años sesenta, culminando con el libro Painting as an Art de 1987. Según Wollheim, cuando vemos, digamos, un retrato pintado, no alternamos entre verlo-como una pintura y verlo-como el personaje retratado, sino que lo vemos, valga la redundancia, como un personaje pintado. Wollheim ha acuñado el término “ver-en” (seeing-in) para describir cómo vemos un cuadro, viendo al retratado “en” el cuadro. Wollheim anota que nuestra percepción de un objeto es multivalente, en el sentido de que percibimos varios aspectos del mismo objeto en una misma experiencia: por ejemplo, al ver pasar un Mercedes-Benz último modelo se percibe al mismo tiempo un medio de transporte, un diseño elegante, una mercancía de lujo, un blanco para secuestradores. Así que no resulta problemático aceptar la bivalencia cualitativa (twofoldness) de nuestra percepción de la pintura, una bivalencia que incluye dos aspectos irreductibles de una misma experiencia visual: el aspecto material inferido desde el soporte objetual y el aspecto representativo producto de la resolución pictórica.

 

Es inapelable la equivocación de Greenberg al decir que en la pintura de los Viejos Maestros vemos primero qué hay en el cuadro y luego vemos el cuadro como tal; pues es de hecho imposible ver qué hay en un cuadro sin verlo, de entrada, como un cuadro. Surge la pregunta: ¿Qué se requiere para ver un cuadro “como un cuadro”?

 

La pregunta es relevante en tanto que una escultura figurativa, una señalización de tránsito y una nube con forma sugerente también producen la bivalencia cualitativa señalada por Wollheim: vemos al David “en” la piedra tallada por Miguel Ángel, como vemos las siluetas de niños corriendo “en” el letrero amarillo y al animal fantástico “en” el vapor de la nube. Me parece que la respuesta está en que, para poder ver el cuadro como cuadro, se requiere primeramente que la atención del “ver-en” sea posibilitada por la mediación del plano pictórico. Y estoy de acuerdo hasta cierto punto con el requerimiento impuesto por Greenberg en “Modernist Painting” en cuanto un cuadro, visto como un cuadro eficaz, articula en términos de una especie de espacialidad visual. Extrapolando a Greenberg, yo añadiría que un cuadro articula en términos de espacialidades ficticias percibidas gracias a la mediación de un plano pictórico concebido como bidimensional, cuya necesaria inmaterialidad posibilita en nuestra percepción la delimitación entre dimensionalidad real y dimensionalidad ficticia en una sola experiencia visual. De aquí que la imagen pictórica y el plano pictórico sean empíricamente indisociables.

 

V.

Buena parte de lo que se ha dicho aquí sobre la noción de plano pictórico es válido para la pintura tanto como para las imágenes proyectadas en la fotografía, el cine y el vídeo. La eficacia perceptual de estos medios de reproducción mecánica depende del minimizar las calidades táctiles de la superficie de proyección –sea papel emulsionado, una pantalla reflejante o un cinescopio– de modo que el plano pictórico embona cómodamente con la superficie de proyección. Aquí vale la pena considerar el contraste con las nuevas tecnologías holográficas y de 3-D, en las que el efecto de trompe-l’oeil se cristaliza en proporción a la eliminación del plano pictórico como delimitador entre dimensionalidad real y dimensionalidad ficticia.

 

Mientras la sofisticación tecnológica busca acomodarse a la simplicidad perceptual, la pintura se consolida al añadir un nivel mayor de complejidad en su condición matérica y artesanal. La condición matérica y artesanal es condición necesaria de la pintura, como lo es la articulación del plano pictórico. En este sentido no puede hacerse una pintura sin la manipulación artesanal del medio, así como no hay pintura sin plano pictórico. Lo que puede resaltarse o minimizarse al pintar son las maneras en que el material es manipulado, pero no puede evitarse que la pintura sea material. Greenberg puede nuevamente servirnos de contrapunto para ahondar en el asunto. Así como la planitud greenbergiana depende de la incompatibilidad perceptual entre superficie e imagen, también depende de la contraposición referencial entre materialidad y literalidad (entre medio y literatura).

 

“… Las cualidades puramente plásticas ó abstractas son las únicas que cuentan. Si enfatizas el medio y sus dificultades, y al mismo tiempo lo puramente plástico, los valores propios del arte visual salen a relucir. Subyuga al medio hasta donde la sensación de su resistencia desaparece, y los usos superfluos del arte se vuelven más importantes” (“Towards a Newer Laocoon”, 1940).

 

Greenberg parece tener en mente la pintura victoriana y de salón, a los pre-rafaelitas y a Gérome y Bouguereau, y quiere achacarle al naturalismo melosamente amanerado del XIX la culpa por los excesos simbólico-literarios de los pintores, excesos que Greenberg tacha de antipictóricos. Sin embargo, los abusos literarios en la pintura  no son producto de uno u otro estilo. El propio Greenberg habla así de la obra patentemente matérica de Tamayo en 1947:

 

“… Tamayo… localiza el exceso de emoción –la emoción que sus medios artísticos no son suficientemente grandes o fuertes para digerir– en gestos, la mueca de una cara, la hinchazón de una pierna… Esto resulta finalmente en un intento por evitar los problemas de la unidad plástica al invocar directamente… la susceptibilidad del espectador por la literatura, que incluye los efectos teatrales… Si un pintor tan bueno [como Tamayo] puede cometer un error tan garrafal, entonces la pintura en general ha perdido confianza en sí misma…”

 

La fórmula de Greenberg que dice “A menos resistencia del medio más literaria la pintura” es insostenible; pero no debido a las propias inconsistencias de Greenberg en su aplicación de la fórmula, sino porque, de entrada, la idea misma de la resistencia del medio es incongruente. El medio no posee ninguna calidad plástica intrínseca —no es más que pigmento y aglutinante cuyas posibilidades plásticas se aprovechan, o no, según el deseo y la habilidad del pintor—. El medio no es medio si no media: el pintor decide si disimular o enfatizar sus pinceladas, pulir o texturizar la superficie del cuadro, mimetizar o distorsionar las relaciones de color de lo que describe, generar un espacio ficticio profundo o uno plano. El medio no fue diseñado con el propósito de resistirse a una u otra de estas estrategias, sino con el de aprovechar las estrategias posibles en la articulación pictórica de la representación.

 

El medio es a la representación en la pintura lo que el plano pictórico es a la imagen. Hemos visto que la función plano pictórico/imagen no se limita a la pintura, del mismo modo que la representación articulada con pintura como medio no es necesariamente una articulación pictórica. Pensemos simplemente en los textos pintados de Christopher Wool, en las fechas de On Kawara, obras patentemente realizadas con el propósito de evitar la generación de un plano pictórico. Llamar o no “pintura” a estas obras es meramente una cuestión semántica.

 

He dicho al comenzar que la pintura toma forma y surte efecto simultáneamente en la gestación de un efecto plástico. Finalmente, la eficacia del efecto plástico requiere de la conjunción del plano pictórico como vehículo de la imagen y del medio como vehículo de representación. Como hemos visto, ninguno de estos factores es prescindible ni tampoco se puede dar prioridad a uno sobre el otro. La satisfacción del pintor radica precisamente en encontrar, a través de su labor, efectos plásticos como manifestaciones concretas de estas condiciones formales. En ello no encontraremos la finalidad del arte de la pintura, sino apenas su principio.

 

 

Yishai Jusidman

Abril-mayo 2002