Tibias impresiones

(30-Dic-1998).-
Maestros del impresionismo

Museo del Palacio de Bellas Artes

Hasta el 28 de febrero.

A diferencia de tantas ocasiones, el título es algo más que un señuelo; Maestros del impresionismo no desilusionará a quienes no han tenido la fortuna de visitar los museos que albergan las obras maestras del impresionismo. Se trata de una decente pero llana exposición de divulgación que, sin embargo, tampoco aportará gran cosa a los mejor enterados. Habremos de buscarle utilidad a esta exhibición por otro lado.

La pintura impresionista gozó por mucho tiempo de un virtual escudo que instaba a celebrarla de tajo debido a su triunfo moral sobre el academicismo decimonónico, y, además, por haber establecido el parámetro de la innovación como determinante de la relevancia de una obra modernista. Pero en cuanto el gusto por la pintura de salón dejó de ser amenaza, la aplastante cadena de innovaciones estilísticas empujó al impresionismo hacia la retaguardia. A pesar de ello, el impresionismo no quedó desamparado. La pastoral impresionista, con su temperamento inherentemente burgués, se empaquetaría al gusto popular, impulsando el kitsch impresionista que hoy día adorna cafeterías y consultorios, que embelesa a cantidad de señoras diletantes, y que por ende conduce a los artistas jóvenes a desdeñar de tajo al impresionismo.

La epopeya impresionista que comenzó en la vanguardia y acabó en el kitsch debiera por sí misma aleccionar a artistas ávidos por acongojarse bajo el biodegradable manto de la vanguardia. Y ya que el contagio del kitsch como el del vanguardismo ensimismado incita a la glorificación o la condena de tajo de todo un movimiento, entorpeciendo el cultivo del juicio estético, la exposición en Bellas Artes resulta útil al forzarnos a contrastar obras sólidamente estructuradas con otras muchas que simplemente no resistieron los estragos del devenir estético de este siglo.

El motivo impresionista se caracterizó, en su temática, por el deseo de captar la cotidianidad aburguesada de la Francia de entonces, y, estilísticamente, por la descomposición del plano pictórico en relaciones cromáticas que evocan la interacción de la luz con los objetos. En realidad, no existe necesidad determinante que unifique las formas impresionistas con su contenido. Esta falta de interdependencia es la que permite el que Renoir y Cézanne compartan contextos. Renoir, el mejor representado en Bellas Artes, es el Boucher de los burgueses- frívolo, libidinoso y sofocantemente cursi. Cézanne, con sólo dos piezas de bajo calibre el peor representado, hace patente aún en éstas su hermético escepticismo en cuestiones formales y su obstinada intensidad en la manufactura.

En ocasiones inesperadas se conjuntan indisolublemente la forma y el contenido impresionista, como en un pequeño paisaje de Sisley donde los avances técnicos se suman a la benevolencia del entorno natural. La vista desperpectivizada de una loma, en cuya cima se encuentra una estación de tren y de la cual parten cuesta abajo unas señoras bien vestidas protegidas por sombrillas, articula la luz de mediodía con pinceladas de tonalidades puras que conjugan un efecto vibrante, dinámico, pero a la vez armonioso y confortante. Esta es, podría decirse, la esencia del impresionismo.

Lo dicho no se aplica a varios de los paisajes de Monet que aquí se muestran, destacándose por ser de los menos inspirados entre los miles producidos por él en los 1880′s, época en que fue obligado a pintar en cantidad para cubrir obligaciones financieras. Al lado de ellos, dos paradigmáticos estudios formalmente complementarios en la obra de Monet, Rincón de un departamento (1875) y La Catedral de Rouen en pleno sol (1894) , se mantienen en buena forma.

En cuanto a los Degas, un pequeño retrato de 1868 (del violoncelista L.M. Pilet) se acerca más a Daumier que al impresionismo, pero demuestra las originales destrezas de Degas. Mientras tanto, sus coloridas bailarinas de receta (de 1891 y 1893) apenas son como para ponerse de mantelitos en el desayuno.

Los mejores “Manets” expuestos son de la mano y firma de su discípula y cuñada Berthe Morisot (Leyendo, 1873, y En el jardín, 1884). Y si estos cuadros son impresionistas es gracias a ella, pues Manet , aunque era miembro honorario del club, de hecho no exhibió con ellos. Su esporádico coqueteo con la paleta impresionista no está ejemplificado en los retratos incluídos.

Como para darle sazón heroico y romantizado al asunto, dentro del paquete impresionista se acostumbra incluir de pilón también a Van Gogh y Gauguin, aunque éstos tampoco corresponden propiamente al movimiento y posiblemente se acomodarían mejor entre los simbolistas, si de acomodar se trata. Esto no quita que Alamos de Saint-Rémy (1889) del primero y El árbol grande (1891) del segundo, sean de lo más atractivo en Bellas Artes.

En el Metropolitan o en el Museé d’Orsay no es necesario hacer gran esfuerzo para reconocer la calidad de la producción impresionista. En contraste, ante lo expuesto en Bellas Artes, intelectos oxidados por falta de estímulos mejores pueden lubricarse al tener que buscar, reconocer, contextualizar, descontextualizar, destilar, descartar y rescatar para contrarrestar las predisposiciones producidas por el kitsch y la vanguardia en nuestra apreciación del impresionismo. De algo servirá hacer el esfuerzo…

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