(29-Sep-1999).-

Tamayo, su idea del hombre.

Museo de Arte Contemporáneo Internacional Rufino Tamayo

Hasta el 31 de octubre, 1999.

Si Orozco, Rivera y Siqueiros son al arte moderno mexicano lo que Hidalgo, Morelos y Guerrero a la historia patria, entonces a Rufino Tamayo habría que verlo como al otro oaxaqueño –además de Benito Juárez– que impulsó a México hacia la modernidad. Si el paralelo aplica es porque el arte mexicano y la historia oficial se han sustentado en construcciones que proyectan la voluntad heroica como el motor del devenir, ya sea artístico o histórico: Una visión inhibidora de la disensión y del juicio personal que fundamenta la valoración estética. De aquí que nadie se inmute cuando se proclama a Tamayo como el artista mexicano más importante de la segunda mitad del siglo.

No cabe duda de que Tamayo ha sido el artista mexicano más exitoso a nivel internacional. Su currículum da fe de una carrera ascendente desde su inicio e impresionante hasta el final. Es un hecho que su influencia se ha extendido a través de las generaciones. Tamayo trasciende en la cultura nacional, a la par de los intelectuales que lo enaltecieron con la pluma: Villaurrutia, Bretón, Paz, Cardoza y Aragón, Westheim, Xirau, García Ponce, Tibol, etc. etc. etc.

A pesar de tan aplastante evidencia, confieso que no alcanzo a apreciar a Tamayo. Orozco puede apasionarme, Rivera provocarme, Siqueiros repelerme. Pero Tamayo me deja inerte, como si su proyecto estético se ahogara tras la mirada gélida y taciturna de su semblante en fotografía.

El museo que él financió, al cual prestó su nombre y acervo, celebra 100 años del natalicio del pintor con una muestra enfocada en “su idea del hombre”, lo cual es pertinente, dado que la gran mayoría de sus cuadros son retratos, si acaso imaginarios. Es decir, el sujeto es el conducto mediador en la obra de Tamayo, como lo es en varios de los artistas más influyentes del siglo. Para Warhol, el sujeto es un ente social; para Beuys, uno creativo; para Picasso, uno dominador. Si para Bacon el sujeto es un torbellino y para Giacometti una espiga precaria, para Tamayo el sujeto habría de ser, pues, un monigote.

Sin embargo, los apologistas de Tamayo aseguran que su obra tiene un trasfondo existencial, ilustrado por el texto solitario que adorna la inarticulante museografía de esta muestra: “El Arte, por rutas peculiares, recuerda constantemente al hombre su grandeza y fragilidad; se la recuerda, sobre todo, al ofrecerle el espectáculo de la imaginación sin trabas, de la búsqueda sin límites, de la creación sin normas ajenas. Rufino Tamayo”.

La idea del hombre grandioso y frágil que se afirma a través del arte es más bien una pueril derivación del romanticismo decimonónico. Por esto no debe extrañarnos su reiterada apropiación del motivo friedrichiano del sujeto visto de espaldas ante el panorama: Apropiación calificada, pues en el luminismo de Caspar David uno mismo se proyecta como ese que contempla el paisaje, mientras en Tamayo el acceso a su accidentado campo pictórico nos está vedado.

Por otra parte, el sistematizado estilo de Tamayo, tan endeudado con el gusto postcubista y del art-brut, difícilmente ejemplifica la imaginación, la búsqueda y la creación desbordadas. Trátese de un Hombre arrancándose el corazón (1955) o un Hombre riendo (1974), los esbozos reducidos por igual a formas y colores infantiles, planos y simples, si algo denotan, es la resoluta negativa de Tamayo a permitirnos cualquier tipo de empatía con ellos. La mañosa expresividad de estas figuras tampoco alcanza a inquietar como la iconicidad descarada del Smiley Face.

Se dice que la simplificación tamayesca se emparenta con los motivos del arte prehispánico. Anotemos solamente que la iconología de la esquematización en las civilizaciones precolombinas no desemboca en la afirmación humanista que para Tamayo es el arte. Además, no todo en el arte prehispánico es esquematizante: hay una gran distancia entre los diseños simbólicos de los toltecas y aztecas y el ímpetu naturalista de los olmecas, como la hay entre los postulados postrománticos de Tamayo y lo que implicaría su estrategia pictórica.

El éxito desmesurado de Tamayo puede explicarse por la peculiar circunstancia que le tocó vivir, y mejor supo aprovechar. Sabemos que los pintores modernos, a principios de siglo, recurrieron a las estéticas “primitivas”, vistas como repertorios primordiales, para justificar su rechazo a los estándares del gusto europeo. El que pintores provenientes de estas culturas “primitivas”, precisamente como Lam y Tamayo, se incorporasen a la escena modernista en Nueva York y París, era una prerrogativa estratégica que demostraba los presupuestos modernos. Una vez instalado allá, Tamayo pudo satisfacer la demanda por murales de artistas mexicanos, generada con las leyendas de los tres grandes, para clientes que buscaron mantenerse al margen de escándalos ideológicos del orden del affaire Rivera-Rockefeller. El resto es la triste historia del desastre cultural que desemboca en el tirol planchado y las confituras de tantos tamayitos y tamayititos, caros y baratos, malos y peores, pero inertes por igual.

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