Reflexiones y reflejos

(08-Oct-1997).-
Mónica Castillo; Yo es un otro.

Museo Carrillo Gil, Revolución y Altavista, San Angel. Hasta el 26 de octubre.

Desde que Frida Kahlo póstumamente arrebató a Los Tres Grandes el contrato para publicitar mundialmente al arte mexicano, el autorretrato ha sido un producto nacional de éxito seguro, especialmente si se trata de escenificaciones donde el artista reclama su lugar protagónico entre los narcisistas atormentados del universo (Julio Galán, Nahum Zenil). Si la ingenuidad y la codicia que sostienen a este cliché no fueran tan colosales, Mónica Castillo podría llevarse los honores de “la autorretratista que sepultó al género del autorretrato mexicano as we know it” -¿Será por esto que no se le incluyó en esa ternura de exposición de autorretratos audazmente montada por el MAM dos veranos atrás?

Autorretratándose ya desde hace unos cinco años, Castillo se despoja del aura del artista-héroe que tanto apetece a los aficionados de la cultura. Su rostro es invariablemente presentado de frente, indiferente hacia el espectador y también hacia su dueña, desdeñoso de encantamientos femeninos y también de autoconfesiones. La suya es una cara cualquiera, la cara que le tocó mostrar, y la que le sirve como especimen para sus destripamientos estéticos.

Algunos de los primeros retratos de Castillo son estudios clínicos al óleo de su fisonomía y su epidermis, afanados en describir fríamente cada poro, cada vello y cada arruga de su piel. El gusto por un detallismo exagerado a costa de un acabado fotográfico o atmosférico les confieren a estas imágenes una tangibilidad a la vez concreta e increíble, manteniéndolas al margen del superrealismo que caracteriza la obra de, digamos, Chuck Close. Enajenados de todo indicio psicológico y principio vital, ya sea auténtico o disimulado, estos cuadros de Castillo logran capturar en la representación el proceso hipnotizante de autorretratarse -que procesa la presencia del “yo” en mera topografía, y de allí, por medio de la repetición, en un mantra que puede llegar a darle un tinte terapéutico-zen a esta labor artística, al coronarse con el desconocimiento propio.

El tratar a su fachada corporal como objeto de observación, naturalmente llevó a Castillo a transgredir los parámetros pictóricos para incursionar en los terrenos del arte-objeto, el accionismo y, recientemente, la fotodigitalización. Uno podría leer en la obra de Castillo un mismo mensaje que se reitera por medio de códigos diversos. De proceder así, el repertorio simbólico de Castillo se agota rápidamente, por lo cual resulta más ameno mirar sus piezas como experimentos con resultados desiguales.

Dos tipos de proceso de concepción y realización que la artista utiliza se demuestran en un par de óleos de una moderada gran-escala. La resolución de las facciones de Autorretrato como cualquiera, 1996 en un sfumato exagerado contrastante con el resto del cuadro se lee alegóricamente, es decir, como la descripción de una proposición definida a priori. Por el contrario, Autorretrato como otra persona, 1996 desarrolla una idea en el proceso de trabajarla sobre el lienzo; se trata de un retrato híbrido donde la autora reconstituye su semblante con los rasgos de un niño anónimo, logrando un engendro desproporcionado y grotesco de ingeniería genética desbordada.

Aunque estas pinturas son idénticas en proporciones y factura, la primera articula literalmente y la segunda plásticamente.

Las series de autorretratos realizados con fotografía alterada digitalmente -el jeroglífico Curriculum, 1997 y los ensayos en contorsionismo computarizado de Autorretratos hablados, 1997- también reflejan, respectivamente, la discrepancia entre la articulación literal y la articulación plástica. Puede extenderse este análisis a una pareja de máscaras tejidas sobre maniquíes; por un lado el formuláico Modelo para autorretrato 2, 1997 y, por otro, Modelo para autorretrato 1 y representación, 1996-97. Esta última pieza se conforma con áreas tejidas diferenciadas por la fecha de su realización, y se acompaña con un retrato fiel de la máscara tejido con igual punto posteriormente. La contundente verosimilitud entretejida entre máscara y retrato opaca cualquier alusión a la modelo original, permitiendo al espectador disfrutar en córnea propia la lógica visual de la representación sin necesidad de valerse de soportes metafóricos. Si, como sugiere el título de la exposición, Castillo se opone al acceso privilegiado del artista al significado de su obra, aquí, finalmente activa un ente capaz de separarse del cordón referencial de su progenitora para enfrentar al mundo con sus propios medios.

Dada la rica variedad de la obra de Castillo y su posición dentro de la generación de artistas que ha sido puente entre las escuelas mexicanoides y los chicos internacionalistas del momento, es una lástima que el Carrillo Gil haya pasado por alto la oportunidad de mostrar una exposición más completa de Castillo -como la que está a punto de partir a una gira en museos sudamericanos- en vez de arrinconarla en un espacio donde apenas cupieron unas cuantas piezas. A lo mejor esto lo considerarán, como ya es costumbre, cuando el mérito de nuestra artista sea certificado en el extranjero.