Pasiones de pintor

(11-Mar-1998).-
Stanley Spencer: Una mirada inglesa

Centro Cultural Arte Contemporáneo

Jorge Elliot y Campos Elíseos

Hasta el 10 de mayo

La pintura de Stanley Spencer (1891-1959) es poco conocida fuera de Inglaterra. En relación con la historia oficial del arte de este siglo, definida por el devenir de las vanguardias, el estilo -o mejor, los estilos- de Spencer no son catalogables. Tampoco lo fueron sus preocupaciones estéticas. Su anecdótico figurativismo y trasfondo cristiano pueden parecer antimodernistas, pero, si lo son, no fue éste su propósito.

Spencer era a todas luces un tipo raro. Se crió en el seno de una excéntrica familia de intelectuales provincianos, en el pueblo de Cookhan. Su padre era organista de la capilla local y poeta aficionado. Los nueve hijos se educaron en casa bajo la tutela de mamá, practicando modelos trascendentalistas del romanticismo junto con una moral anglicana. Stanley no pasó noche alguna fuera de casa antes de cumplir 20, y permaneció virgen casi hasta los 30. Un disminuido físico, exagerado por el peinado infantil que conservó por siempre, tampoco le ayudó a desenvolverse normalmente. De aquí que el carácter peculiar de la obra de este pintor nos refiere tanto a la propia sicopatología del artista, como a los conflictos de la cultura inglesa inmediatos a la era Victoriana, en cierta forma enfatizados en el ambiente familiar de Spencer.

El virtuosismo del joven Spencer fue de inmediato reconocido, tanto su lenguaje pictórico como su mensaje literal eran perfectamente digeribles en su entorno. Como se muestra desde Zacarías y Elisabet (1913-14) y hasta La Crucifixión (1958), estas oníricas escenificaciones de relatos bíblicos en la campiña inglesa, infectadas de lo autobiográfico y lo vernacular, podían acercarse al linaje poético de Milton y Blake. Y la perspectiva presionada contra el plano pictórico inspirada en los primitivos italianos, además de un detallismo botánico, evocaban a los pre-rafaelistas.

Spencer desplegaba en su pintura una cosmogonía sentada en vivencias y desvaríos personales. Sus abultadas alegorías están pobladas con zombies animados por una voluntad unívoca, rodeados de elementos simbólicos. El diseño preciso de las contorsiones espaciales y anatómicas que lindan con lo caricaturesco sugiere una intención definida para cada detalle. Ante tan desconcertantes composiciones, requerimos la explicación de su autor. Por ejemplo, del formalmente orgiástico El barrendero, o los amantes (1934) nos dice: “…es como ver y experimentar el interior de una experiencia sexual. Ellos se encuentran en un estado de anticipación y gratitud mutua… tan serenos como la privacidad de un sanitario…”.

Es evidente que aquí encontramos una mente singular, tal vez genial o tal vez delirante, pero sin duda obsesiva. Muchos se acercarán a las alegorías y los escritos de Spencer para intentar comprender al susodicho visionario, a otros no bastará con disfrutar de su testaruda extrañeza.

Los minuciosos paisajes de Spencer, retratos precisos de flora y arquitectura pueblerina, aunque pintorescos, no dejan de perturbar. En Gysophila (1933) y El árbol de mayo (1933) la atención se concentra en una sola planta, como tratando de evidenciar una conciencia vegetal. Los rasgos de su presencia individual son acentuados en el manejo del material, pues, al evitar el uso de la perspectiva atmosférica para dar homogeneidad al paisaje y usar una densidad constante en aplicación a la prima, los objetos dan la impresión de “poseer” el color más que irradiarlo.

Spencer no careció de patronos ni de grandes comisiones. De 1926 a 1932 creó una gran escenificación alegórica de las rutinas militares en la Primera Guerra Mundial para la Sandham Memorial Chapel, plasmando su visión tracendentalista de eventos mundanos. El artista pasaría el resto de su vida planeando extensiones al recinto de acuerdo con los sucesos transcurridos en ella, ya que para Spencer cada suceso contenía significados metafísico-religiosos. Por supuesto, el sexo sería para él una revelación, en todo el sentido de la palabra. Pero la natural agitación ante tal descubrimiento no sería aliviada por su retraída primera esposa, Hilda. Spencer cayó gustoso en las manos de la maquiavélica bon-vivant Patricia Preece, una bien dotada lesbiana con quien eventualmente se casó, y quien lo llevó a la ruina financiera para luego dejarlo.

Al paso de esta telenovela (1935-37) Spencer produjo algunos contundentes desnudos de Preece, los cuales se albergarían en una nunca realizada extensión de la Sandham Chapel “…para mostrar la analogía entre la adoración prescrita de la iglesia y el amor humano”. Sea como fuere, estos desnudos explícitos acaban siendo las pinturas más elocuentes de Spencer. En el segundo de ellos, Patricia nos mira con expresión incierta, recostada sin caber por completo en el rectángulo del lienzo que es enteramente ocupado por ella. El plano pictórico es el plano de la cama, por lo que la mujer parece vertirse hacia la galería al colgarse el cuadro, pero es detenida perceptualmente por el marco. Las líneas sinuosas de su cuerpo, las contrastantes pinceladas que conforman su volumen y la calidez de las multiplicadas tonalidades de su carne provocan que nuestra mirada recorra su desnudez de lado a lado, de arriba a abajo, y nos veamos atrapados por esta hembra cuarentona de cuestionable atractivo. Spencer logra cautivarnos, por lo menos aquí, porque lo estético y lo carnal habitan en el territorio del deseo, pero además porque nos convence que es el deseo mismo, y no la posibilidad de su satisfacción, lo que nos mantiene vivitos y coleando.