Paraísos apolillados
(07-Ene-1998).-
La Era Victoriana
Museo Nacional de San Carlos
Puente de Alvarado 50, Colonia Tabacalera, hasta el 30 de marzo de 1998
Algunas de las pinturas más ridículas que hayan cruzado el Atlántico para mostrarse en algún museo forman parte de la ambiciosa muestra La Era Victoriana. Entre las escenas logradas con impecable técnica al óleo encontramos un caballero en elegante armadura al atardecer sometiendo al secuestrador de una doncella angustiada y ansiosa; una tierna niña recibiendo feliz a su exhausto padre obrero al regresar del trabajo; un grupo de antiguos griegos tocando un cuarteto en instrumentos de cuerdas modernos para el deleite de unas ninfas. ¿De qué jardín del arte salieron tales bellezas?
Mientras las vanguardias artísticas del siglo pasado respondieron al aburguesamiento republicano de la cultura en Francia, por su parte la academia inglesa se mantuvo íntimamente ligada a los valores y gustos de la aristocracia hasta que sus opulentos sueños se disiparon en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. El sueño victoriano duró seis décadas: en tanto el poder se mantuvo en las mismas manos y la riqueza generada con la industrialización se monopolizó por una élite, los artistas de salón fomentaban servilmente las fantasías sofisticadas de los adinerados, sin importar que la población urbana apenas soportaba condiciones laborales infrahumanas, además de una polución desenfrenada. Estas peculiaridades de la Inglaterra de la segunda mitad del XIX hacen eco en nuestro México moderno y pueden explicar por qué a alguien le atrajera la idea de invertir una fortuna en traernos una exposición de pintura victoriana hasta el DF (¿O será que alguien realmente se regocija ante el preciosismo relamido y las hipócritas pretensiones moralistas de estas obras?).
Si bien el público mexicano sacaría más provecho con sólo poder ver en persona un Manet de segunda, la lección que pudiéramos rescatar de toda esta pintura victoriana es de orden negativo. Veamos: hay obras de arte que disfrutamos de golpe, otras tenemos que aprender a apreciar para disfrutarlas, hay otras más que podemos llegar a apreciar sin por ello disfrutarlas. Vástagos del modernismo que somos, la victoriana nos presenta el extraño caso de una pintura que no podemos siquiera aprender a apreciar.
Como buen imperio de Occidente, los británicos suspiraban frente a Atenas y Roma: Por un lado, veían en la consolidación y decadencia de los antiguos lecciones aplicables a sí mismos y, por otro, tomaban a la mitología clásica como una moral codificada que debían rescatar. John Ruskin, el crítico de época, mantenía que “…el significado moral… de todos los grandes mitos (es) eternamente verdadero y beneficioso” (Athena Chalinitis, 1869). En el afán de cultivar su espíritu, los victorianos exploraron otras mitologías exóticas e incluso moldearon sus propias figuras demiúrgicas en los poetas románticos como Wordsworth, Keats y Coleridge. Las artes plásticas no buscaron autoafirmarse ante la hegemonía de las letras, por el contrario, siguieron fielmente el dictum ruskiniano que establecía la calidad del arte en proporción a cómo éste representara “…por cualquier medio posible, el mayor número de ideas grandes y nobles…” (Modern Painters, 1846).
Podemos decir entonces que la pintura victoriana fue de corte “conceptual”, pues lo que importaba era que su mensaje moral se transmitiera. De aquí que algunas de las obras en San Carlos todavía llevan escrito en su marco el poema o el mito referido. Pero, más allá de nuestra curiosidad historiográfica, para nosotros el apreciar su mensaje por medio de la plástica se imposibilita no sólo por nuestro poco entusiasmo por los arcaicos valores victorianos, sino finalmente porque estas pinturas no son más que simples, aunque majestuosas, ilustraciones de los mitos a los cuales aluden, por demás extrañas a nuestros parámetros de valoración estética, sea en su modalidad analítica o crítica.
En un ejemplo concreto, Las rosas de Heliogábalo (1888) de Sir Lawrence Alma-Tadema, quien dedicó sus talentos a recrear minuciosamente escenas de la antigua Grecia y Roma, retrata un festín donde el emperador romano observa satisfecho cómo sus invitados son inundados con pétalos de flores al punto de asfixiarlos. El relato puede alegorizar los riesgos morales del hedonismo, peligros no atendidos en el propio hedonismo pictórico ejemplificado por esta pintura, en la que el lujo de mármol, oro y textiles que envuelven la escena ocupan más al ojo del espectador -por su magistral resolución- que la tragedia descrita. A contraparte, La estética en el Louvre (1885) del francés J.J.J. Tissot, un modesto estudio que extrañamente se coló en la curaduría de la exposición, nos presenta la actitud del artista moderno ante la ciega admiración por el pasado. En un rincón del Lou-vre dominado por un enorme jarrón tallado al estilo clásico, una joven mujer copia diligentemente un busto renacentista, otra dama vestida a la moda papalotea aburrida. Entre ellas un personaje (probablemente el autor) intenta asomarse por detrás del jarrón para hacer contacto visual con el espectador, tratando de hacernos notar las banalidades interpuestas entre el artista y su público. A su vez, este boceto sufre la misma suerte: casi ahogado por la vacua pompa del resto de la muestra, finalmente articula, clara y tajantemente, por qué a la pintura victoriana le viene mejor seguir embodegada que ocupar paredes de museos, incluso tercermundistas.