Opinión de un juez (y parte)

(05-Ago-1998).-
Todo lo que un artista tiene que saber acerca de los concursos de arte lo supe muy temprano en mi carrera como pintor. A la edad de cinco años gané un concurso infantil en Superama premiado con mil -viejos- pesos en Bonos del Ahorro Nacional; a los ocho años, un excelente dibujo de un canguro en técnica al Pincelín Wearever no logró satisfacer las exigencias del comité de selección del show del Tío Gamboín; a los doce, mi tan precoz como horrífico óleo inspirado en el Mae West de Dalí fue rechazado por el jurado del Centro Deportivo Israelita argumentando que un niño dudosamente podía haber ejecutado ese cuadro.

Estas prematuras experiencias me iluminaron en el saber de que los concursos de arte son por naturaleza arbitrarios y caprichosos, y opté por no someterme más a ellos. Sin embargo, dos décadas más tarde mi desdén por dichos concursos sería interrumpido gracias a la invitación a integrarme al jurado de la Bienal Tamayo de este año.

Acepté participar para ver si es del todo concebible lograr, a partir de un jurado mixto, un fallo concertado sostenido por la razón, la templanza y la elocuencia estética, posibilidad que queda descartada en lo que a mí respecta después del griterío con el que yo y otro integrante terminamos la sesión de discusión, seguida de mi pública disensión ante el reiterativo y mayoriteado resultado de la premiación. El de la IX Bienal Tamayo fue un jurado que, de entrada, mantendría un parámetro conservador y cuyas decisiones se acomodarían al gusto establecido por las anteriores bienales Tamayo.

En el papel de juez neófito he aprendido que, como no hay crítico sin predisposiciones, la legitimidad de las decisiones de un jurado ante la comunidad no es función exclusiva de la calidad de los individuos que lo integran, sino también del equilibrio de las tendencias ejemplificadas en su agrupamiento. Entre más homogéneo el jurado, más predecible será su tendencia; entre más heterogéneo, más impredecible, y por lo tanto, probablemente más ecuánime.

Pero, más allá del balance del jurado, en concursos de arte nunca se podrá remediar un problema acarreado por la necesidad de seleccionar una solitaria obra en medio de una cacofonía de decenas de obras. Quizá no sea complicado separar las malas de las competentes, y de éstas últimas escoger las buenas, pero llega una etapa en el proceso de selección en la cual cada obra demanda ciertos parámetros para su apreciación que no son compatibles con los de las demás:

¿Cómo establecemos que cierta pintura abstracta de cierta calidad sea mejor o peor que un paisaje de cierta calidad, o que una alegoría de cierta calidad? ¿Cómo decidir entre una buena obra de un estilo ya demodé y otra que explota la frescura de las últimas tendencias? A falta de parámetros comunes aplicables, la decisión final generalmente termina siendo una de gusto o bien de política. Lo cual nos remite al embrollado fondo de los concursos en cuestión: ¿Por qué diantres hay que premiar obras de arte? ¿Por qué tiene que haber obra “ganadora”?

Gana en futbol quien mete más goles; en la bolsa, quien consigue mayores utilidades; en política, quien tiene más votos. Podemos hablar de ganadores cuando las metas del juego y sus reglas están suficientemente definidas. Así, como el arte es un conglomerado de juegos en el que los participantes deciden (conscientemente o no) qué metas se proponen y qué gama de reglas acatan para alcanzarlas, para definir qué pintura le gana a otra tendríamos que definir primero el juego en que compiten (expresividad, compromiso social, habilidad técnica, poética…etc.) y luego los métodos para cuantificar el desempeño de cada obra.

De lograrlo, habría que dar un premio correspondiente a cada juego como si se tratara de deportes distintos. Pero si esto se percibe como una aberración es porque las mejores obras de arte lo son gracias a su complejidad; además de “participar” en varios juegos simultáneamente, se desempeñan en cada juego en función del manejo de su participación orgánica en los demás. De aquí que, en cuestiones estéticas, las comparaciones cuantitativas (indispensables para definir “vencedores”) son imposibles.

Las competencias de artistas son remanentes de las políticas de distinción que regían a los salones del siglo pasado, cuando los rígidos escalafones de los géneros definían claros parámetros de calidad estética según la técnica y la erudición del pintor. Hoy en día el artista no ambiciona medirse ante sus colegas, sino articular su propia voz. Para ello el Siglo 20 ha instituido primero la muestra individual y luego la exposición curada, que son el territorio de articulación y legitimación para un artista dentro del ecosistema del arte contemporáneo. A los ganadores de los tantos concursos y salones que sobran en México les dura la gloria lo que les duran los montos de su premios y opino que serían mejor servidos (junto con el medio) si las instituciones que los distinguen con títulos y medallas les apoyaran en vez con exposiciones sensatas de su obra.