Nada que perder…
La semana pasada se anunció la subasta anual en beneficio del Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, que por primera ocasión se llevará a cabo bajo los auspicios de la casa Sotheby’s durante su subasta semestral de arte latinoamericano en Nueva York.
No se trata de la venta de piezas del acervo del museo, como recién lo hicieron el Guggenheim y el Moma ante la estupefacción de muchos, sino de un evento para el cual los artistas invitados someterán sus piezas a subasta y, de ser vendidas, recibirán el dinero que de cualquier forma obtendrían de la transacción a través de alguna galería, adjudicándosele el excedente recaudado a MARCO.
El formato es el de las subastas realizadas año con año en beneficio de la Cruz Roja, también implementado en octubre pasado por la Asociación de Amigos del Museo de Arte Moderno con la colaboración de la casa Louis C. Morton.
Al respecto, Nina Zambrano, presidenta del Consejo de Directores de MARCO y esposa de don Lorenzo, uno de los empresarios más exitosos y a la vez uno de los coleccionistas más serios del país, aseguró que se trata de “una situación de ganar-ganar porque no hay manera de perder (sic): MARCO de ninguna manera, ni la casa subastadora, ni los artistas…”
Es claro que el barbarismo “ganar-ganar” se refiere a los palpables beneficios monetarios para los involucrados, y en esto los Zambrano tienen harto que enseñarnos. Pero los perpetradores de estas subastas no acaban de entender que, muy a pesar de toda su buena voluntad, el ecosistema del arte contemporáneo aquí lleva todas las de “perder-perder”. Veamos por qué:
Los valores del arte no son menos artificiosos que los valores financieros. Ya lo ha señalado el crítico Dave Hickey: “El arte y el dinero son ficciones culturales sin valor intrínseco alguno. Sólo reciben valor de intercambio por medio de la inversión fiduciaria de grupos complejos, a través de la corroboración de confianza, de actos de buena fe, como el que llevamos a cabo cuando recibimos una nota de papel a cambio de bienes o servicios…” (Art issues #47).
En su aspecto monetario, los valores de intercambio se establecen de acuerdo a la relación oferta-demanda, y el arte no es diferente en esto a la soya y el café (lo cual no impide que los inocentes paguen de más). Pero mientras los contratos a futuro de la soya y el café dependen de fluctuaciones climatológicas y económicas, los valores de intercambio del arte son variables ligadas a las presiones ejercidas por las diferentes facciones del ecosistema del arte, que a su vez manejan, además, esquemas paralelos de valoración, de acuerdo a lo que la obra representa (cultural o socio-políticamente) o por lo que es capaz de producir (una retribución afectiva o intelectual). Con todo y que cuando llega la hora de ponerle precio a una obra no existe regla alguna para traducir valores en escalas culturales o estéticas (que son multidimensionales) a valores en escalas monetarias (que son monodimensionales), es evidente que las múltiples concordancias y disensiones de los múltiples intereses que se desempeñan en el campo artístico deben afectar la atribución del valor de intercambio de las obras que llegan al mercado del arte. De lo contrario, el mercado del arte no sólo se priva del caché humanista añorado por el dealer y el coleccionista, sino se vuelve caprichoso como para tomarse en serio.
Desgraciadamente, “lo contrario” es lo que sucede en México, donde el mercado del arte es pasatiempo de un puñado de autócratas y la infraestructura cultural con que contamos carece del respeto y la credibilidad para ejercer presión alguna sobre ellos. Para un museo, el respeto y la credibilidad deriva de promover consistente e íntegramente valores estéticos y culturales, deslindados de asociaciones mercantilistas. La casa de subastas se encuentra en el extremo opuesto del espectro; su función está en legitimar, o desbancar, las traducciones de valores artísticos a valores monetarios que proponen las galerías y los dealers, exclusivamente desde la perspectiva de la demanda de adquisición.
Así, en el ecosistema del arte los museos y las subastadoras no están para “cooperar”, sino para ejercer fuerzas independientes en la postulación de los valores de las obras. En nuestro caso, la vinculación de un museo con una casa de subastas sabotea cualquier esfuerzo de éste por sustentar al ecosistema del arte contemporáneo, pues, aparte de poner en tela de juicio su integridad moral al respaldar obras por motivos extra-estéticos, se entromete irresponsablemente en las labores de las galerías.
Además, al enmascararse tal asociación tras los intereses de “la beneficencia”, como lo hacen los compadrazgos MARCO/Sothebyís y MAM/Morton, los resultados de la subasta de ninguna manera legitiman los precios pagados por los compradores y por lo tanto deslegitiman proporcionalmente la función reguladora de la subastadora.
Y qué decir de los prospectos de los artistas representados en las museo-subastas que ni estando apoyados por el sello de garantía de un museo y los incentivos de “la beneficencia” vendan su obra… ¿Dónde, pregunto, quedaron las “ganancias-ganancias”?
La ingenuidad de nuestros museos al permitirse incitar a la “benevolencia” de los coleccionistas para ganarse unos pesos confirma al ecosistema mexicano de arte contemporáneo como zona de desastre. Mientras no entendamos las reglas de nuestro juego y tampoco nos comprometamos a respetarlas, los esfuerzos de buena voluntad se diluirán sin remedio y mientras las repercusiones negativas de fenómenos como las museo-subastas sigan siendo imperceptibles, será porque no tenemos nada que perder.