Muertes privilegiadas

(18-Nov-1998).-
“La muerte niña”

Antiguo Palacio del Arzobispado, Moneda 4,

Centro Histórico.

Hasta el 31 de enero de 1999

Gutierre Aceves, director del Instituto Cabañas de Guadalajara, ha curado este nada ostentoso muestrario de la tradición de retratos de niños muertos desarrollada en México durante los siglos 18 y 19. La aproximación de Aceves es de corte estrictamente iconográfico, es decir, busca proponer, por medio de su selección, una cadena simbólico-estilística derivada del desenvolvimiento de esta costumbre sin pretender ahondar en excavaciones culturales ni derivar en pompas poéticas. Gracias a esta mesura curatorial, los cuadros pueden hacer gala de sus puntos fuertes y asumir sus debilidades sin tener que sonrojarse.

Y es que no tratamos aquí con obras que ambicionan a la maestría y al reconocimiento, sino de imágenes que debieron ejercer una función específica dentro del vernaculario. Según la tradición, la trágica muerte de un infante inocente, ya bautizado pero carente de razón suficiente como para cargar con la responsabilidad del pecado propio, se contrarresta con su pase directo al paraíso sin tener que atenerse a ningún examen de admisión, por lo cual el evento se torna festivo y el entierro se lleva a cabo con una agridulce celebración acompañada de cohetes, música y comilona. Incluso aplica una prohibición de llorar al difuntito “…para que el chico pueda entrar al paraíso y no tenga que regresar a recoger lágrimas”. El retrato del niño queda como testimonio de su divina transformación en angelito. Claro está, entonces, que las mandas requeridas para la consagración de un angelito provocan reacciones emocionalmente esquizoides que inevitablemente terminan manifestándose en sus imágenes.

Los retratos más antiguos en la exposición, de 1802 y 1805, son ejemplos de un género para entonces ya maduro. Se trata de óleos anónimos terminados con lujo de detalle y un realismo al límite de los esfuerzos del artista entrenado. El cuerpecito yaciente de don Mariano José del Río y Gallo, muerto de dos años, viste como San Pedro. Don José Manuel Cervantes y Velasco, muerto de ocho meses, como arcángel, con todo y sus alitas. Evidentemente el rango celestial asignado a estos pequeños sería equivalente al de la jerarquía de sus familias en la sociedad jalisciense. Pero mientras la riqueza de los ropajes y las decoraciones florales que adornan cuerpo y cuadro debieran colaborar al tono de gloria que es destino de estos chiquillos, como en las pinturas coloniales de la muerte de la virgen originantes del tratamiento de los angelitos (según Aceves sugiere), los retratos de estos pequeños señores, con su acentuado contrapunto, no dejan de ser lúgubres -y de hecho son mucho más lúgubres que el análisis austero de Hermenegildo Bustos en su diminuta resolución del cadáver de la bebita Francisca Quezada (1884).

Las variaciones en el tratamiento del niño recostado se multiplicaron al paso del siglo, al parecer debido a la popularización del retrato pictórico en general. Se suceden desde idealizaciones un tanto anodinas hasta enternecedores intentos de realismo cuasi-fotográfico. Posiblemente la pieza que más sutilmente logra articular las dualidades emotivas provocadas por el tránsito de estos angelitos es la dulce niña muerta vestida de blanco (óleo anónimo de la colección de Daniel Liebsohn). Su prudente y dedicado tratamiento queda rematado con una expresión tranquilizada por el esbozo de una sonrisa que sugiere a esta muerte como un sueño plácido que todavía perdura.

Una vertiente alterna del género fue la representación del niño como si hubiese posado vivo, quizás para integrarse a la pinacoteca familiar. Entre éstas, las facciones sobreesquematizadas del retrato de María Gracia Navarrete, ejecutado por José Ma. Estrada, pone en evidencia el que estas piezas se hicieran postmortem, y así lo prueba la leyenda “…murió el 7 de septiembre de 1838 y se retrató el 17 de octubre de 1839…”. Sin embargo, el encargo del cuadro ya fallecido el modelo no siempre desembocó en tipificaciones despersonalizadas, como se puede apreciar en la finísima lámina popular que se hizo del niño Miguel Reinoso en 1874.

Ya hacia el fin de siglo la creciente accesibilidad de la fotografía sustituyó la necesidad de recurrir al pincel para grabar rememoraciones de angelitos. Pero no todas las libertades que se le disculpan a la mano del pintor pueden extenderse a la lente. Dos macabras impresiones ya deslavadas muestran a un par de niñitas, vestidas de a diario, “sosteniendo” sus muñecas; han sido acomodadas para retratarse de pie como si fueran a ser pintadas. Una de ellas apenas se yergue y sus ojos ya volteados delatan su finado estado. En contraste, la muerte de la segunda ha quedado escalofriantemente camuflada, pero su deceso se señala con una corona de flores. Por lo demás, se exhiben excelentes ejemplos de la traducción del género pictórico a la fotografía de los estudios de Romualdo García, Rutilio Patiño y Juan de Dios Machain.

Las manifestaciones plásticas tanto como las religiosas han sido impulsadas en principio por la esperanza de que nos es posible trascender nuestras mortales individualidades. Si bien al respecto podemos dudar de la eficacia del arte y la religión, La muerte niña nos convence de que al menos podemos encontrar formas para lograr compartir nuestras ansiedades más profundas, lo cual puede ya ser una manera modesta de trascender.

Sin embargo, ni la doctrina estética ni la religiosa pueden redimir cuando sus dictámenes se vuelven maña, rutina o moda. La muerte niña termina con apropiaciones del tema por parte de artistas de este siglo. La más fiel al asunto es sin duda El Difunto Dimas Rosas a los tres años de edad (1937) de Frida Kahlo. Pero desde la óptica construida por la exposición incluso el Kahlo no es sino un manierismo, como el resto de las piezas modernas que le acompañan, y carece de la energía que logran acumular e irradiar las obras que se producen desde dentro de la costumbre. Finalmente, mucho más apto resulta un solitario ex voto de 1989 retomado del Museo de la Basílica de Guadalupe, donde la calca de la aparición de la Virgen y el cuidadoso recorte de la estampa de una cigüeña sosteniendo a un bebé que habla por un teléfono público, dice así: “Virgencita, nos diste el don de ser padres, pero el bebé que vino a alegrar nuestro hogar no era para nosotros pues lo llamaste a tu reino… te prometí este cuadro si todo salía bien”.