Modestia aparte

(16-Jul-1997).-
José Luis Cuevas rebasa su tiempo. Museo José Luis Cuevas, Academia 13, Centro Histórico. Hasta diciembre de 1997.

Por fin, después de cinco años de dedicarse a aerear su acervo, el museo José Luis Cuevas monta una exposición donde se ventila su verdadera preocupación y única razón de ser; José Luis Cuevas himself. La presente muestra subraya el asunto por medio de documentos (fotos, cartas, libros) ensalsados con videomontajes de Ximena, hija de JLC, y con aditamentos museográficos de hule-espuma de Maris Bustamante, quien además construyó, a partir del álbum personal de JLC, un foto-collage lineal extendido a lo largo de la exposición donde podemos rastrear el desenvolvimiento público de JLC, desde su nacimiento en la calle “del Triunfo” hasta el estrellato y sus interminables encuentros con lugareños notables, poetas, ministros, presidentes, actrices, etcétera.

A cualquier artista que busque autobeatificarse instituyendo su propio museo se le acusará de vanidoso, altanero o ególatra. Ya acostumbrado a tales calificativos, Cuevas, al poner su museo, es enteramente consistente con la ambición anunciada a lo largo de su vida; la de convertirse en institución que rebase su mortalidad. La parafernalia evocativa y biográfica en JLC rebasa su tiempo y complementa la obra del artista seleccionada para esta ocasión, por lo cual es oportuno dilucidar la relación entre la persona de Cuevas y su producción plástica.

Es siempre evidente el virtuosismo de Cuevas como dibujante. En Gatos y Gatos II (1945), a sus 11 años, ya enseñaba el estilo que desarrollaría el resto de su vida; atendiendo primeramente trazos rápidos, seguros y vivaces, formando áreas y texturas que sorpresivamente se resuelven en cuerpos estilizados, casi petrificados, como entorpecidos por su propia disposición lineal.

La destreza de JLC para manejar el lápiz, la pluma, la aguada, el grabado y la litografía, así como para digerir el modelo picassiano y procesarlo en un discurso francisbaconiano, está ampliamente fundamentada. Sin embargo, vale la pena preguntarse cómo hace uno para conseguir la notoriedad de la que Cuevas goza hoy, produciendo cantidad de dibujitos (y algunos dibujotes), es decir, limitándose a los lineamientos que hoy en día se asocian con el oficio de la ilustración, y no con el arte de las últimas décadas. Como los ilustradores, JLC se vale de todo cliché para promocionar su producto, y para su causa particular explota dispositivos iconográficos inmediatamente identificables que buscan adjudicarle a su espíritu las preocupaciones románticamente asociadas con lo artístico; la muerte, la carne, el placer, el amor, etcétera. Así, Cuevas presenta sus dibujos como anecdotarios (sexuales, familiares, existenciales) los cuales, podemos concluir, están pensados para ilustrar la vida de su autor, cuyo propio personaje puede entenderse como su obra culminante.

Para comprender la colusión del discurso humanista de su obra con su mundana persona pública, los dibujos de JLC pueden interpretarse como accesorios requeridos en su labor de relaciones públicas, tan ineludible gracias a sus recurrentes vituperaciones exhibicionistas en los medios masivos. De proceder así, podríamos concebir el proyecto “Cuevas” como una especie de warholismo a la mexicana. Pues, a simple vista, JLC comparte con Warhol la fascinación por la fama y el poder personificado.

Después de solidificar el movimiento Pop con trabajos seminales producidos entre 1960 y 1965 (donde ridiculizaba las pretensiones de los expresionistas-abstractos y anunciaba el advenimiento de la cultura del espectáculo). Warhol eventualmente se dedicó a cultivar la mística del inescrutable personaje de la peluca blanca que hacía arte de todo lo que tocaba, explotando al máximo el deliberado truco de retratar al estilo Marilyn por Warhol a las personalidades del momento. Warhol sabía perfectamente dónde pellizcarle a sus admiradores para generar una reacción ambigua; cuando comentó que su mayor satisfacción personal fue el haber sido invitado especial en un capítulo de la serie El Crucero del Amor, no estaba bromeando. Hacia el exterior, Warhol contraponía su popularidad con una actitud siempre insegura, su sobre-entendida lucidez con respuestas ingenuas, y su astucia existencial con una banalidad ejemplar. La estética de Warhol le cumplía a su público lo que esperaba de él, al tiempo que provocaba la sensación de extrañeza en esa satisfacción.

Entre tanto, JLC ridiculizó a sus antecesores muralistas con su Mural efímero de 1967, consolidó el movimiento “interiorista”, supo promocionar sus logros profesionales y, en cuanto pudo, se arrejuntó con la alta sociedad, se volvió uno de sus darlings y su obra plástica pasó a segundo plano. Las posibles analogías entre Warhol y Cuevas terminan donde el dejo de repugnancia en el personaje de Warhol estaba fríamente calculado para que nadie deseara “ser como él”, mientras en el de Cuevas es el efecto secundario derivado de su desmesurada soberbia.

La elusiva simulación de Warhol, cuyo propósito fue el generar una compleja relación con los espectadores (como las mejores obras de arte lo logran), contrasta con la pomposa y ensimismada fanfarria de Cuevas, quien parece obsesionarse, como un puberto engreído, en seducir a las niñas, impresionar a los meros machos y ser el amigocho de los cabecillas. La actitud adolescente del ya sexagenario Cuevas hacia el público se reitera en el dibujante que poco cambió desde su juventud. En el papel, sus personajes nunca generan la impresión de poder sentir ni pensar, más bien son como zombies condenados a someterse a las peripecias, caprichos y manipulaciones de la ágil muñeca de José Luis.

En ese sentido, la dimensión ética de la relación artista-público es opuesta en los dos personajes. Warhol “sacrificó” su individualidad para moldearla de acuerdo a (y a veces en contra de) las expectativas de los demás precisamente para cedernos, al público, el poder sobre nuestro propio juicio. En la cosmogonía de JLC, los demás sólo existen para adorar y/o envidiar a Cuevas, son el dispositivo por medio del cual Cuevas disfruta su pueril sueño de superioridad.

Aunque JLC rebasa su tiempo deseará cimentar el mito Cuevas, en ella Ximena Cuevas nos regala un video-retrato de cuerpo completo y a escala real, revelador y devastador (a lo mejor sin serlo intencionalmente). Una pila de cuatro monitores muestran a su padre de frente, en el proceso de lavarse los dientes. Los gestos de José Luis por momentos pretenden simular que tiene un espejo enfrente y revisa la eficacia de su cepillar durante el mundano ritual, pero de pronto su mirada se torna hacia adentro, y con una sonrisa que se le escapa por un instante parece pensar “… ora sí que todos se van a sacar de onda… esta cepillada me cae que está super locochona… nomás habrá que ver las caras de las doñas en el Museo cuando vean esto…”, luego regresa a su papel y termina el loop para repetirse nuevamente. Aquí ha de quedar claro que las promocionadas batallas interioristas de Cuevas, han de ser menos contra la angustia existencial que contra la frivolidad intelectual. El haber sucumbido a ésta sería para Cuevas la única angustia descifrable en este retrato.