(01-Dic-1999).-

“Marcos Kurtycz: Memoria”

Museo de Arte Carrillo Gil.

Av. Revolución 1608, San Angel.

Hasta el 13 de febrero 2000

Entre los tantos males que aquejan a nuestro medio artístico están la deficiente atención dedicada a la producción artística posterior al muralismo y la pobreza de las colecciones post-muralistas en nuestros museos. Cierto, el arte del momento sale a relucir durante sus fulminantes 15 minutos de vigencia, pero con el resultado de que, a partir de La Ruptura (y hasta hace 15 minutos), el arte post-muralista parece conformarse de secuelas de “artes contemporáneos” caducos.

Una sección del resultante boquete amnésico podría enmendarse gracias a la recopilación del trabajo de Marcos Kurtycz (1934-1996); una figura practicante de estéticas tan influyentes como poco estudiadas en nuestro ambiente local, cuya producción más relevante fue siempre efímera, y cuyo testimonio yacía desperdigado en bodegas de amigos. Marcos Kurtycz: Memoria dispone, a modo de biografía documental, de cuadernos de apuntes, videos y super-ochos, fotografías, fragmentos de piezas, panfletos, recortes de prensa, y demás souvenirs de artista.

Ingeniero de formación en su natal Polonia, Kurtycz se desarrolló como artista a partir de su arribo a México en 1968, derivando de su oficio como diseñador un animado estilo gráfico. No obstante, Kurtycz no quiso ser artista simplemente porque le gustaba el arte, o porque hubiera querido conquistar el estrellato, sino porque pensaba que el arte podría evitar que su vida transcurriera en vano. En actitud y estrategia, Kurtycz fue heredero de Fluxus y la Internacional Situacionista, desplantes sesenteros anti-burgueses, anti-institucionales, y obsesionados con alterar el tejido social.

Sin embargo, el contenido político en Kurtycz se mantuvo lejos del agitprop. Sus primeras intervenciones públicas, flores de papel regadas en el desierto y una procesión de estandartes de Batik, apuntaban hacia un arte más bien de corte religioso. Sin alejarse de sus raíces centroeuropeas, Kurtycz se dejó influir por el sentido dionisiaco de los accionistas vieneses y por el misticismo primigenio del colectivo Gutai, quienes proponían al arte como una alternativa vivencial capaz de contrarrestar la condición susodichamente enajenante de los códigos convencionales.

Hacia finales de los 70, Kurtycz ideó el término arte-facto, contrapuesto al de arti-ficio, para formular su propio manifiesto. Como vehículo para una experiencia transcendental, el arte-facto sería un objeto de uso para el artista, una especie de médium hacia un convivio con un sustrato primordial, teniendo de por medio la creación y la destrucción del arte-facto.

En 1976, con su primer arte-facto, Kurtycz se paseaba por la ciudad rodando un gran círculo de colores de difícil desplazamiento, como si vislumbrase las acciones callejeras que lustros después popularizaría Francis Alys. En 1979 implantaba la huella de su cuerpo desnudo sobre camas de tierra; Hombres dormidos sentaba el precedente para numerosos artistas que luego harían de la comulgación con los elementos una fórmula profesionalmente exitosa. Sus posteriores performances, repletos de procesos ritualizados con pirotecnia, flagelación, y violencia, serían determinantes para el tremendismo que ahora caracteriza a nuestra escena performancera.

Las múltiples variantes en la obra de Kurtycz (y sus desvariantes) nos retan a enunciar una interpretación incluyente. Por ejemplo, ante su insistencia en la efímera condición de sus arte-factos, ¿cómo explicaríamos al Kurtycz que nunca dejó un arte-facto sin documentar, y a la profusa producción gráfica que repartía a diestra y siniestra? La respuesta podría localizarse en el impulso didáctico del artista, pues si bien las obras de Kurtycz no se llevaban a cabo para el público, sí se preocupó por asignarle a éste una misión acorde con la doctrina beuysiana: “Mantengan la calma. Observen. Tal vez mañana les tocará tomar parte en algún suceso único.” (Aprendan, así tal vez Uds. serán artistas.)

Desde sus libros de artista hasta sus acciones más estrafalarias, Kurtycz recurrió a una gama de símbolos arquetípicos (escaleras, serpientes, máscaras), utilizó elementos alquímicos (fuego, tierra, mercurio), desarrolló grafismos y juegos de palabras (softwars, fartorum). Uno podría criticar la transparente confianza de Kurtycz en sus motivos. Sin embargo, su desentendimiento de la condición mediática de su lenguaje es consistente con el transcendentalismo solipsista de su proyecto.

A sus 56 años, Kurtycz sería sometido a la extirpación de un neurinoma en el nervio facial, para lo cual el cirujano debía levantarle por completo la piel de su cara. Kurtycz no dudó en transformar la operación en un performance (documentado, por supuesto): Si el arte le había permitido que su vida no fuera en vano, en este caso, tampoco sería en vano la enfermedad que eventualmente le causó la muerte. Cambio de cara (el título de ese performance) fue la única ocasión en que Kurtycz no recurrió a símbolos mediáticos para componer una obra de arte vivencial. Irónicamente, como experiencia estética, la más extrema y primordial de todas las que pudo idear, tuvo que sobrepasarla bajo los efectos del anestésico.