Instala… Exhala…

(25-Jun-1997).-
III Concurso de Instalación. Ex-Teresa Arte Alternativo,

Lic. Verdad #8, Centro. Hasta el 29 de junio

Habiendo desarrollado un historial de poco más de 30 años, el género de la instalación es ya el más resonante de esta década. Los prestigiosos eventos internacionales como Documenta, en Kassel y la Whitney Bienal, en Nueva York, favorecen la instalación a costa de los géneros tradicionales, pues la instalación responde a ciertas grandiosas ambiciones de la cofradía del arte contemporáneo, muy crecida y muy institucionalizada, de los países desarrollados.

Uno de los padres del género, Bruce Nauman, es probablemente el artista más admirable del fin del siglo, mas no por ello podemos ignorar la debilidad de muchos instalacionistas que gozan de fama más por maña que por consecuencia. La instalación es ideal para el espectáculo y la grandilocuencia, por lo cual además se adapta a los gustos de un público ávido por satisfacerse con un mínimo de esfuerzo. De lo anterior puede entenderse por qué la instalación comúnmente sufre de deficiencias estéticas clasificables en dos ramas; el síndrome Spielberg (aflicción del efectismo gratuito), y El síndrome Novalis (delirios de revelaciones metafísicas).

De ningún modo estos males son exclusivos al género, pero quizá la carencia de parámetros claros, atribuible a su corta tradición, la hace más susceptible. Y si la epidemia infecta incluso a personajes reconocidos internacionalmente, en México, con nuestro sistema de defensas críticas tan decaído, la naciente producción instalacionista se contagia de los padecimientos mencionados con mayor facilidad.

En su tercer año, los resultados del concurso de instalación de Ex-Teresa representan un moderado avance frente los dos anteriores. Sin embargo, no podemos darnos el lujo de cantar ciegamente las glorias de un género que en México todavía está en pañales.

Las piezas de Galia Eibenschutz y de Roberto de la Torre Rivero exhiben síntomas adjudicables al síndrome Spielberg. Ex-terior, de Eibenschutz, es una larga escalera diseñada para simular una perspectiva exagerada, apoyada en el ábside (de la iglesia que ahora alberga a Ex-Teresa) en el cual se proyecta el ojo de una cerradura que, a su vez, revela el gran ojo humano. Olvidándose de la calidad burda y poco seductora de una video-imagen, la autora declara que su pieza instiga el deseo de huir hacia el otro lado de la cerradura. Si acaso, la asociación derivada es, por un lado, con el ojo omnisciente del dios masónico y, por otro, con un ride de Disneylandia llamado Viaje Fantástico que utiliza el mismo efecto. Hablar aquí de un comentario acerca de algo como el culto al espectáculo sería sumamente exegético.

Por su parte, de la Torre Rivero presenta una audio-instalación donde cuatro altavoces de trompeta “anuncian y denuncian la vida moderna en nombre de los valores que la propia modernidad ha creado”. Digan lo que digan, las locuciones de Polifónico se pierden irremediablemente en la reverberante acústica del espacio. Pareciera que la ambición posmodernizante del artista se opone, inclusive, a cualquier indicio de claridad de articulación.

El síndrome Novalis se deja oler en Amadera Muerte, de Gabriel Boils y Ricardo Alzati, la cual, nos dicen, “plantea la relación enferma del hombre con los recursos naturales”. En el montaje, un libro representa al hombre, un tronco representa la naturaleza ultrajada y una guadaña representa la muerte. Y Amadera Muerte representa a la instalación como ilustración de ideas nobles que no se concretan en arte eficaz.

Algo similar sucede con la pieza más estrambótica de la muestra; Vulnerat Omnes, Ultima Necat (Todas hieren, la última mata) de Ilya Lievná Noé. Un péndulo cuelga del techo oscilando dentro de los límites de un círculo demarcado por 13 sillas, diseñadas éstas para indicar las horas de un reloj caprichoso y soportar unas bombillas encendidas que el péndulo apenas acaricia en su vaivén. En la decimotercera silla se monta una imagen borrosa de una mujer, su carga simbólica queda incógnita para este espectador. La barroca elaboración de la obra de Lievná Noé asume una profundísima meditación sobre la muerte y el tiempo, cuyo contenido rebasa la sensibilidad prosaica de humanos comunes, y cuya configuración física en la instalación resultante se remite exclusivamente a las imponderables intenciones de la autora, quien termina autocondenándose al soliloquio.

Una vertiente algo más sensata de la instalación se puede encontrar en las maquinaciones de Vicente Razo y Marco Fabián Ugalde. Fichar, de Razo, propone a cada asistente a checar una tarjeta en un reloj al entrar a la exposición y al salir de ella, para documentar así el tiempo que invierte viéndola. En un gesto modesto pero calculado, el dominio de Fichar circunvala a las demás piezas, encapsulando sus pretensiones en un dato banal que, sin embargo, tiene un valor calculable y tangible, carente en las lucubraciones ajenas.

Por su parte, Ugalde construye una serie de casitas de perro guardián dispuestas en la entrada del templo, de su interior resuenan ladridos espanta-ladrones reproducidos por un sistema de sonido. Ante el teatrillo de este dispositivo de seguridad nos acordamos de la futilidad de obras de arte que pretenden contribuir a la solución de problemas que no les competen.

Si Razo y Ugalde cumplen su cometido, es gracias a que reducen sus aspiraciones e invierten sus esfuerzos en adecuar sus piezas a las limitaciones contextuales implícitas en el medio mexicano. En este entorno tan desfasado hay pocas oportunidades para identificar las variantes (y las desvariantes) de la instalación. Y si bien el éxtasis estético florece poco en los concursos de instalación en Ex-Teresa, al menos se deriva de ellos algún provecho clínico que, en su momento, contribuirá a ejercitar mentes y cuerpos más sanos para la práctica de la instalación.