(24-Jun-1998).-

La globalización es ya un fenómeno encarrilado y celebrado universalmente, incluso adoptado a regañadientes por las izquierdas post-soviéticas en cuanto a asuntos económico-comerciales hacia el fin del milenio se refiere. Bajo la perspectiva globalizante, la riqueza generada gracias al incremento de transacciones comerciales a nivel mundial eventualmente beneficiará con mejores niveles de vida a todos los habitantes del planeta.

Por otro lado, cuando se habla de la globalización cultural que necesariamente acompaña a la comercial los discursos son mucho menos beneplácitos. Los Gobiernos comúnmente buscan contrarrestar la pérdida de parte del control estructural en la producción y distribución de bienes materiales (control que legitimara su autoridad aunque no fuese fructífero) con un incremento en el control estructural en la producción y distribución de bienes culturales de interés nacional, no con el propósito de censurar sino de auto-legitimarse como guardián benefactor de la identidad nacional. Así, las culturas locales y autóctonas se tornan de pronto en bastiones que deben salvaguardarse ante el acoso implacable de los secuaces corporativos de Ronald McDonald, Bart Simpson y Calvin Klein, que colonizan, seducen y conquistan con el propósito de esparcir la fe del consumismo entre quienes cultivan valores aparte de los de la Bolsa.

El discurso cultural-proteccionista que, como casi todos los estados, ha sido explotado por el mexicano, recientemente justificó derivas patentemente xenofóbicas en relación con la situación chiapaneca. La historia nos enseña que la xenofobia institucionalizada se lleva bien con el fascismo, por lo cual las erupciones provocadas de fervor nacionalista -como las de meses pasados- no deben pasarse por alto. Pero mientras se instiga la indignación pública ante las observaciones extranjeras de asuntos mexicanos en derechos humanos, se incentiva el involucramiento de extranjeros en, por ejemplo, el manejo de las inoperantes instituciones financieras, lo cual sugiere que no es la ideología sino el oportunismo lo que dicta las posturas del Gobierno.

Probablemente esto no sea más que un bache en el sinuoso curso liberal-democrático del país, pero la discrecional instigación a la xenofobia en medio de una política abiertamente globalizante sí puede estremecer asuntillos menos trascendentes que afectan a los lectores de esta columna. Así sucedió durante un reciente encuentro en Arte & Idea, espacio dedicado al arte de vanguardia, en el cual se convocó al sector más contemporáneo de la comunidad artística para discutir acerca del devenir del arte mexicano en esta década. La explosiva conjunción del título de la charla -”Caldo primigéneo: el fin del delirio pictórico neo-mexicanista al ocaso de los 80- y los artistas locales seleccionados como ponentes (entre ellos la inglesa Melanie Smith, el texano Thomas Glassford, el belga Francis Alys y Silvia Gruner, quien se formó en Jerusalén y Boston) dio la pauta para que el diálogo se desviara hacia una serie de cuestionamientos acerca de la legitimidad de la producción de extranjeros y extranjerizantes dentro del medio mexicano, degenerando finalmente en un par de virulentos ataques personales abiertamente xenofóbicos.

Dada la identificación de productores y apologistas del arte de este siglo con las alas más concienzudamente tolerantes de las sociedades modernas para muchos asistentes al evento fue desconcertante el que dentro del medio artístico se sacará a relucir la bombasta nacionalista.

Es cierto que el medio contemporáneo en México ha adoptado a muchos extranjeros, algunos de ellos con papeles prominentes, como ha sido el caso desde siempre en el arte mexicano. Pero además, hoy cualquier imputación de malinchismo o neo-colonización es nada más que absurda, pues en el mundo globalizado (valga la redundancia) la disponibilidad de información sobre estilos y discursos internacionalmente vigentes, la facilidad para circular entre capitales culturales y la instucionalización generalizada de la vanguardia han fomentado la consolidación de una comunidad globalizada -pasteurizada y homogeneizada– de artistas, críticos y curadores contemporáneos que comparten parámetros y expectativas, y quienes deambulan de un evento internacional a otro.

Dentro de este helenismo posmoderno, la producción artística contemporánea es cada vez menos identificable con culturas locales. El arte representativo de un país lo es gracias a discretas diferencias inteligibles en el círculo artístico-contemporáneo, pero generalmente invisibles fuera de él. De aquí que me atrevo a sostener que los artistas contemporáneos participantes en dicha comunidad globalizada no surgen de la cultura de su lugar de origen y, por lo tanto, no pueden ser considerados como manifestantes de una cultura nacional. A lo mucho, podría decir que los artistas contemporáneos participan en un juego practicado mundialmente al que, como al futbol le conviene, por cuestiones extrañas a las reglas del juego, estructurar sus actividades de acuerdo a la localidad geográfica de sus equipos en lugar de basarlos en, digamos, la estatura de los jugadores o su clase social.

El interés oficial por apoyar el desarrollo de un equipo mexicano competente en arte contemporáneo globalizados es reciente. Tal vez aprovechando, o sucumbiendo, a la creencia generalizada de que todo arte producido en el país forma parte del patrimonio cultural nacional, el apoyar la producción artística -contemporánea ahora se traduce en una ofensiva política, no funcional, contra la globalización cultural- pero sí efectiva en pro de la globalización comercial, pues resulta conveniente proyectar al exterior la impresión de un México culturalmente avanzado, a contrapeso de las evidencias de corrosión interna en otros rubros. De lo anterior puede argumentarse, para apagar los destellos xenofóbicos, que, si los extranjeros involucrados en el medio contemporáneo mexicano explotan a éste, lo hacen sólo en la misma medida que son explotados por él.