El sobrepeso de Diego Rivera
(12-Ene-2000).-
“Diego Rivera; Arte y Revolución”
Museo de Arte Moderno, Reforma y Gandhi
Hasta el 19 de Marzo
No hay artista mexicano más celebrado, difundido y estudiado que Diego Rivera. Ni lo habrá por mucho tiempo gracias a la excepcionalidad de su persona y a la irrepetible coyuntura cultural e histórica en que se desenvolvió. A pesar de los cuestionamientos a los que los sometemos, los murales de Rivera sostienen su condición pública absoluta, aglutinándose en nuestro imaginario nacional y sometiéndonos a su iconografía caricaturesca y sentimental. Pero no es que Rivera haya sacrificado sus inquietudes personales en pos del heroísmo patriótico. Su producción no-mural, tan multifacética como inconsistente, carga con la dimensión humana de su obra.
En 1949 el propio Rivera organizó su primera exposición retrospectiva, en el Museo del Palacio de Bellas Artes, conformada con 1196 piezas. La cuarta retrospectiva desde entonces, ahora en el MAM, fue anteriormente presentada en museos de Cleveland, Los Angeles y Houston. El trío curatorial de Luis-Martín Lozano, Agustín Arteaga y William H. Robinson argumenta que el sentido particular de “Arte y Revolución” se localiza más en las relaciones de Rivera con las revoluciones de las vanguardias del arte moderno, y menos en la dimensión politizada del muralismo. El material en el MAM, unas 130 piezas, está organizado cronológicamente desde la iniciación dibujística del niño Diego María en la academia de San Carlos y hasta los óleos de su último año de vida, pintados en Moscú mientras se sometía a tratamiento contra el cáncer.
La primera sección de “Arte y Revolución” rastrea los inicios del artista en emulaciones de sus maestros; Velasco, Herrán, Murillo, Ruelas. Les siguen algunos estudios hechos ya en Europa a las maneras de Courbet, Monet, Gauguin y Van Gogh. Si bien las motivaciones de estos ensayos pictóricos pueden ser evidentes para el público versado en la historia del arte, los señalamientos museográficos difícilmente cumplen con las pretensiones didácticas de los curadores; y menos aún cuando se intercalan con pinturas cuyas intensiones y resultados son, a lo mucho, inciertos (La casona de Vizcaya, 1907 y Mercado de legumbres, 1909).
Ya en su época cubista, hay claros indicios de Mondrian en trbol, 1913; de Delaunay en Paisaje de Mallorca, 1914; de Severini en Plaza de toros en Madrid, 1915. Desafortunadamente, la museografía tampoco aprovecha la ocasión para apuntar nuestra atención hacia la maraña de inseminaciones pictóricas que el Montparnasse de Diego propiciaba. Para demostrar el posterior divorcio entre Rivera y los cubistas, se muestran algunas elegantes imitaciones de Cézanne y otras horripilantes de Renoir. Más tarde se montan los sondeos pseudo-bretonianos de los 40 justo al lado del imponente Retrato de Lupe Marín, 1939. Ya hacia el final, la muestra parece olvidarse de la idea del Rivera vanguardista para dar paso al desfile de inditos y retratos de sociedad que financiaban las excentricidades del maestro. Aquí también resaltan los contrastes entre, por ejemplo, un retrato muy fino como el de Enriqueta Dávila, 1949 y otros aberrantes como los de Ruth, 1949 y El modisto Henri de Chatillon, 1944.
Interpretando entrelíneas los inexplicados altibajos de “Arte y Revolución”, resulta evidente que su complejísima organización se vio afectada por problemas internos que no conciernen al público pero sí terminan perjudicándolo. Seis cuadros del Museo Dolores Olmedo, que cuenta con la mejor colección del Rivera pre-muralista, aparecen reproducidos en el catálogo pero finalmente no están montados en la exposición. Entre ellos están obras sustantivas como El sol rompiendo la bruma, 1913 y El matemático, 1918. Peor aun para el público local, no viajó a México gran parte de la obra de colecciones estadounidenses previamente incluida. Nada del importante acervo del Museo de Arte Moderno de Nueva York está en el MAM, como tampoco se encuentra el experimento cubista-analítico más ambicioso de Rivera: Dos Mujeres, 1914, del Arkansas Art Center Foundation.
Los faltantes se suplieron con selecciones conocidas del Museo Casa Diego Rivera en Guanajuato, de la Pinacoteca Diego Rivera de Xalapa, del Munal y de algunas de las colecciones particulares locales de mayor perfil. Entre el puñado de obras provenientes del extranjero que sí llegaron, destaca el excelente Paisaje de Toledo, de 1913, del Museo de Nagoya. Pero esto no es suficiente para que, al terminar el recorrido de “Arte y Revolución”, nuestra percepción de Diego Rivera se vea afectada.
Algunos de los ensayos del amplio catálogo publicado para la ocasión enriquecerán la bibliografía relacionada con exposiciones previas que ahondaron en las relaciones del artista con las vanguardias europeas (The Cubist Years en el Museo de Arte de Phoenix, 1984 y El joven e inquieto Diego María Rivera, 1907-1910 en 1991). No obstante, a la exposición “Arte y Revolución”, por lo menos en su versión local, parece haberle quedado grande el paquete con el que se propuso cargar. Vaya que no es fácil cargar con Diego Rivera.