Demasiada devoción?

(17-Dic-1997).-
Los ecos de Mathias Goeritz.

Antiguo Colegio de San Ildelfonso.

Justo Sierra 16, Centro Histórico.

Hasta el 26 de abril de 1998.

A siete años de su muerte, Mathias Goeritz sigue siendo una presencia electrificante en nuestro medio artístico. Nadie como él encarnó aquí el devenir del modernismo -Goeritz se crió en el Berlín de Dadá y los expresionistas: socializó con Picasso y compañía en París y España; y, una vez radicado en México, continuamente introdujo estrategias plásticas innovadoras. Su obra se esparció a campos alternos, desde arquitectura hasta poesía concreta. Las conocidas colaboraciones con Luis Barragán y Mario Pani resultaron en monumentos que, como las Torres de Satélite, todavía hoy evocan la ilusión de que la Ciudad de México pudo ser urbanizable.

Dándose a la tarea de recopilar y organizar el legado del multifacético artista, el volumen y la complejidad de su obra han quedado plasmados tanto en la enorme muestra montada en San Ildelfonso como en el grueso catálogo que la acompaña. El evento en sí tiene un cierto aire de familia, involucrando a su viuda, su hijastro, sus amigos, colegas y ex alumnos, de modo que la poderosa presencia de Goeritz, como el título lo indica, reverbera a través de ellos. Por lo mismo, la exposición se empeña en enaltecer la mística del creador visionario, enmarcada aquí por una museografía docu-dramática que presenta la obra ya sea como evidencia de una vida admirable o como pretexto para desplegar una escenografía teatralizante.

Según se muestra, Goeritz era un tipo normativo e hiperbólico, empapado de misticismos que a muchos dejaron -y mantienen aún- perplejos. Quienes no le conocimos personalmente, podremos preguntarnos cuál es el común denominador de su tan diversa obra, más allá del magnetismo ejercido por su carisma. Para formular un juicio crítico, el espectador tendrá primero que escudriñar entre los ensayos del catálogo y luego imaginar las obras en un contexto más propicio para su apreciación. Habiendo hecho lo dicho, me remito a señalar, por cuestión de espacio, sólo un asunto de urgente reconsideración.

La primera línea artística adoptada por Goeritz se basó en el anhelo de un arte como lenguaje primigenio, como dispositivo que pone al hombre en contacto con energías fundamentales, y propuso al automatismo de Miró y Klee como ejemplos a emular. Este chamanismo estético desembocaría en el equiparamiento de la obra de arte con la escritura sacra como expresión de la divinidad; Goeritz no se cansaría de repetir que su obra tiene la función de una plegaria. Los mensajes Metacromáticos, muy celebrados trabajos en hoja de lámina perforada y eventualmente en hoja de oro pulida, producidos desde 1959, son el ejemplo más claro del afán de Goeritz por sintetizar el modernismo con la liturgia religiosa. Algunos de éstos citan en su título pasajes bíblicos, otros forman parte de altares en iglesias, y otros más incluyen iconografía religiosa (desde cruces gráficas hasta la sugerencia de stigmata en las perforaciones).

Estas piezas se han llamado precursoras del minimalismo que unos años más tarde dominaría la plástica y coronaría el impulso modernista. Pero no sólo el misticismo de Goeritz es incomprensible con el reduccionismo analítico de Judd y Morris, sino además es evidente que los Mensajes adaptaron estrategias plásticas ya desarrolladas por otros en los años 50. Seguramente el muy bien viajado Goeritz conocía las pinturas cubiertas de hoja de oro de Raushenberg, los lienzos rasgados y perforados de Lucio Fontana, la exaltación trascendental de la planimetría en Barnett Newman.

No sería descabellado sugerir que la devoción de este último hacia lo sublime fuera apropiada por Goeritz y ensalzada con fervor religioso. Si así fue, la agudeza de Newman se vio disminuida por Goeritz, quien recurrió indiscriminadamente a la alegoría, al símbolo, a la cita arte-histórica, al poder alquímico de la materia, a la recontextualización del objeto, para asegurar -de todas, todas- la conexión de sus Mensajes con Dios. El resultado del jugueteo con toda la gama de modos de significación no puede derivar en la unívoca relación de Materia, Visualizada y Verbo atribuible a la intención del artista. De hecho, tanto manoseo semiológico conlleva consecuencias probablemente no anticipadas por el autor.

Este es el caso de las piezas más problemáticas de Goeritz; los crujidos poscubistas que llevan el extraño título de Salvador de Auschwitz (1951-55). ¿Por qué llamar así a una efigie cuya divinidad no es aceptada por las víctimas del genocidio nazi? ¿Acaso propone a los judíos la conversión para poder interpretar al holocausto como un martirio? O bien, si en el plano divino quienes tienen que salvarse de Auschwitz son los victimarios, ¿acaso serían redimidos al arrepentirse ante el Señor? En el plano humano, el horror moral del holocausto radica en que los asesinos no pueden ser comprendidos ni mucho menos perdonados, y las víctimas no pueden tomarse como héroes ni mártires, pues no hubo virtud espiritual alguna en perecer en los campos de exterminio. El pretender que Auschwitz pudiera “salvarse” con una buena dosis de fe (religiosa y/o estética) diluye la vergonzosa lección de la matanza, la cual demostró que la estupidez y la perversidad humana no tienen límite. Si bien Goeritz no simpatizaría con el credo de que la religión es el opio del pueblo, a muchos nos retuerce que el arte le sea recetado como si fuese Prozac.