(24-Mar-1999).-

Cultos chachareros

La explanada del Zócalo separa a dos muestras que recurren a la compilación de chácharas para rescatar expresiones populares contemporáneas de la ciudad. Melquiades Herrera presenta su colección de productos propagados en la lumpen-economía de los tianguis (llaveros, monederos, tazas, juguetes –seleccionados por sus características estrambóticas e incluso surrealistas). Por su parte, Vicente Razo expone muñecos, máscaras, piñatas y demás artefactos que demuestran el cariño con que el pueblo mexicano recuerda a Carlos Salinas de Gortari. Razo ha juntando efigies de Salinas en papeles tales como los de penitenciario, chupacabras, calavera y rata. El susodicho Museo Salinas ha dejado su recinto original, el baño de casa de Razo, y ocupa ahora cuatro salas del Museo de la Ciudad.

Mucho se ha comentado sobre el contenido político-social de los objetos que conforman el Museo Salinas y sobre el carácter estético-cultural del imaginario popular ejemplificado en la colección de Herrera. Sin embargo, estas dos muestras se presentan como algo más que gabinetes de curiosidades, más que la suma de los significados de los artículos que las conforman. Los coleccionistas/artistas desean que sus muestrarios articulen cual obras de arte, y como tales hay que analizarlos.

En el poster diseñado para promocionar su museo, Razo anuncia su consigna estética: “Dejar de hacer readymades, Empezar a hacer museos”. De acuerdo con la panfletaria duchampiana, un readymade es un objeto cualquiera que se transforma en obra de arte al ser seleccionado por un artista. A lo largo del siglo, el readymade ha sido un provechoso artífice para la crítica a (y en ocasiones la corrosión de) las instituciones legitimadoras de los valores artísticos (léase museos). El readymade, sin embargo, le debe su posibilidad de existir precisamente a esas instituciones, sin las cuales no puede desenvolverse. En respuesta, Razo parece proponer a su museo como un meta-readymade, es decir, como un instrumento que apunta su poder crítico y corrosivo hacia las instituciones que legitiman ya no a las obras de arte, sino a los propios museos. Se trata sin duda de una propuesta ambiciosa e interesante, pero que termina autocancelándose al dejarse domesticar por un museo oficial. Montar el Museo Salinas dentro del Museo de la Ciudad equivale a poner un readymade dentro de un assemblage– el readymade, por ende, deja de serlo.

Esto de hecho se repite en la instalación central de la exposición de Herrera. El artista ha montado un puesto con polietileno negro, en él se exhibe para contemplarse una alcancía de la Venus de Milo. Quizás este montaje busque articular una crítica al aislamiento en el que acostumbramos escenificar a las obras de arte. De ser así, este puesto queda a su vez aislado dentro de la galería que lo alberga, neutralizando ipso facto cualquier ironización del espacio institucional. Sería otra historia si a ese puesto-galería lo encontráramos en medio de un tianguis…

El anterior cuestionamiento a Herrera y Razo no necesariamente anula otros atractivos de sus agrupaciones. La mayoría de los artefactos expuestos se ven disminuidos al apartarse del entorno que los produjo, como artículos ceremoniales descontextualizados. Pero es ineludible el que el aislamiento al cual se someten estos objetos en ocasiones depura e intensifica ciertos sutiles atributos que de otro modo quedarían encubiertos por el barullo urbano. Duchamp decíase escoger objetos neutrales para evitar estetizarlos al hacerlos readymades. En contraste, los readymades más meritorios de Razo y Herrera logran traducir sus contenidos a formas estéticas, abriendo así el camino para desmitificar, clarificar y conciliar el conceptualismo con la estética tradicional. ¿Será que sí?

De Herrera resaltan dos objetos que, presentados en vitrinas, sacan a relucir su carácter surrealista. Un objeto de plástico traza el contorno de una pipa, pero su dorso reflejado en un espejo nos deja notar que esto no es una pipa, es un destapador. Una chichi de cerámica policromada se manifiesta tras cuidadosa inspección como una funcional taza. Aquí trazamos paralelos con los trucos descriptivos tan allegados a Magritte, y al hacerlo cuestionamos nuestras predisposiciones hacia la alta cultura y su contraparte popular.

En el Museo Salinas, una vitrina, también, reúne seis máscaras de látex –de esas que venden en cruceros transitados y que utilizan muchos de los payasitos de semáforo. Razo adquirió estas máscaras directamente de dichos payasitos callejeros. Cada una había sido repintada y adornada con aditamentos como cuernos, colmillos, antifaz, de modo que la individualidad de cada payasito se hace patente. Además, la máscaras dejan ver los estragos causados por el polvo, el sol, el continuo poner y quitar. En tanto arte de corte político, estas desgarradas y desgarradoras máscaras son un testimonio tan concreto como alegorizante del legado de Carlos Salinas, difícilmente superable por el arte de medios más convencionales.