Común y corriente

(20-Ene-1999).-
El arte en Italia de Novecento a Corrente

Museo de Arte Moderno

Reforma y Gandhi. Hasta el 21 de febrero

Tras la Primera Guerra Mundial era claro que los modernistas prevalecerían en definitiva sobre los académicos decimonónicos; la moribunda pintura de salón siguió la triste suerte de los sueños imperiales victorianos. Italia había sido ya catapultada a las grandes ligas del Modernismo gracias a la estruendosa politización progresista de la óptica cubista en manos de los futuristas. Pero, irónicamente, el futurismo y su fascinación por la guerra mecanizada tampoco saldrían vigorizados de las trincheras. Mientras las atrocidades bélicas fertilizaban el campo para las estéticas desencantadas del expresionismo y Dadá, en Italia Giorgio de Chirico -alguna vez alumno del simbolista Böcklin- y Carlo Carrá -antes futurista- acuñaban el nombre de Escuela Metafísica, en respuesta al futurismo, precisamente cuando convalecían en un hospital militar en 1917.

La Escuela Metafísica bogaba por recuperar los valores clásicos de la pintura renacentista, pero con una lírica apegada al simbolismo. Allí se daba, posiblemente por primera ocasión, un movimiento patentemente antivanguardista, que sin embargo no podía desatender los cambios que la vanguardia ya había universalizado. Gracias a su rescate por parte de los surrealistas, los pintores metafísicos alcanzaron a entrar en la historia oficial del arte moderno. No así con la multitud de artistas que abordaron la ruta revisionista apadrinada eventualmente por Novecento, pues la historia del arte se escribía ya en un solo sentido, bajo los estatutos de la originalidad y la innovación, y quienes no se atuvieron a ellos fueron borrados por la deslumbrante energía de la vanguardia. Italia pasaría así a la periferia del mapa modernista, hasta la invención del Arte Povera en los 60.

La presente muestra en el MAM, con 82 pinturas de la Galería de Arte Moderno de Roma, presenta un testimonio de la plástica italiana de entreguerras, el cual, de convencernos que este periodo ha sido injustamente ignorado, sería más que bienvenido ahora que las revaloraciones están a pedir de boca.

Pero para revalorar este periodo se exigiría la articulación de un discurso no alineado con el canon modernista, el cual no se da por generación espontánea. De acuerdo con el ensayo de la curadora Mariastella Margozzi, aquí se representan los movimientos Novecento, Realismo Mágico, Aerofuturismo, Abstraccionismo de la Galería el Millón, los Seis de Turín, los Tonalistas Romanos y Corrente. La misma Margozzi reconoce que la originalidad no era el fuerte de ninguno de ellos, sino que se dividían entre reactivos y derivativos de las vanguardias internacionales. Pocos de los grupos tenían un programa cohesivo y se unían más bien por cuestiones coyunturales. Sumemos a este de por sí difuso panorama la carencia en el MAM de alguna indicación museográfica acerca de la afiliación de la obra expuesta con respecto a los movimientos señalados. Lo que queda frente a nosotros es una ecléctica e inarticulante acumulación de retratos, paisajes, bodegones y abstracciones que bien podría pasar como la anodina selección de alguno de tantos concursos de arte.

Si algo caracterizó a la época de entreguerras en Italia fue la efervescencia política que a todo permeaba. Cabe hacer notar que Mussolini apoyó excepcionalmente al arte de vanguardia, utilizándolo en el programa propagandísitico que lo anunciaba a la manera futurista como el líder progresista por excelencia. Enrico Prampolini fue uno de los artistas que retrató así al Duce en los años 20, pero en el MAM sólo encontramos su firma al lado de un par de abstracciones posteriores cuya aburrida mediocridad pudo haber sido matizada por el señalamiento de su dimensión política putativa. Posiblemente, entonces, algunas de las escenas más conservadoras podrían haberse entendido como una especie de piezas de resistencia. Pero sin la asistencia museográfica requerida, estos sinuosos subtextos nos eluden.

Ahora bien, la indefinición señalada podría pasarse por alto si las obras mismas trascendieran el contexto a fuerza de calidad propia. Sin embargo, pocas son las piezas que se sostienen solas. Puedo rescatar en la categoría de bodegones el delicado naturalismo del Francesco Trombadori, el reduccionismo del Felice Casorati, el empastado de Fausto Pirandello y la que es evidentemente la mejor pieza de la exposición-un exquisitamente cremoso Morandi de 1946.

Entre los retratos se salvan “Figura de mujer” (1932) de Antonio Donghi, que resplandece cromáticamente como un Fantin-Latour, y el modiglianesco “Retrato de mujer” (1931) de Giuseppe Capogrossi. Otras curiosidades son “Composición 8″ (1932) de Carla Badiali -que parece Lichtenstein- “Hombres que voltean” (1930) de Scipione -que parece Orozco- y “La desposada” (1934) de Emanuele Cavali -que parece Rodríguez Lozano-. Por lo demás, a decir por el par de Giacomo Ballas que a lo mucho son extraños, sería desaconsejable enjuiciar a los artistas a partir de sus obras aquí presentadas.

La muestra en el MAM simplemente desaprovechó la oportunidad de iluminar las interesantes relaciones de la estética con la política durante el periodo de Novecento a Corrente, relaciones que podrían haber resonado hoy día, cuando las proclamas vanguardistas del momento no hacen más que encender nuestra suspicacia.