Columna de ataque

(14-Ago-1996).-
Cuando revelo mi vocación suena y resuena la exclamación “¡Qué padre!”, pues en la imaginación popular los artistas vivimos desligados de la cotidianidad mundana, dedicándonos a producir bienes de provecho para el resto de la humanidad. La actividad artística se piensa, a diferencia de la de los vagos y los herederos de fortunas, intrínsecamente positiva –como la beneficencia o el activismo ecológico. Gracias a la ocurrencia de que el arte hace a México un mejor país, proliferan los museos, casas de cultura, instituciones para el adiestramiento artístico, canales, estaciones, suplementos y noticieros culturales, fondos culturales, festivales y concursos culturales, secciones culturales de cada ministerio…

A pesar de la aparatosa infraestructura oficial, el beneficio que el arte pudiera ofrecer no es una función cuantificable por la simple razón de que las bondades del arte no se dan en cifras sólidas como el PIB o la balanza comercial. Pero al siquiera insinuar la noción de calidad artística como parámetro, nos topamos con el inmanente comentario que reduce la problemática a una cuestión de gusto personal, consecuente con la presunción de que “no hay arte malo”. Estas inocentes distorsiones conceptuales camuflan una situación tanto compleja como siniestra.

La genealogía del mito de la bondad universal del arte nos remite a la “filosofía natural” y a los románticos del siglo XIX, cuando el objeto estético se propuso como el único vínculo del espíritu alienado del hombre con el Todo metafísico (Schelling). La idea de redención a través de la creación pasaría por Nietzsche para que los existencialistas la actualizaran. Europa había internalizado la noción romántica del arte cuando los gobiernos de la posguerra buscaban reedificarse espiritualmente por medio del apoyo sistemático a la producción artística, legitimando los destinos de los subsidios al consolidar a sus críticos, filósofos e historiadores en gremios de funcionarios culturales.

Por su parte, México ha intentando emular el modelo europeo del gobierno-mecenas al menos en forma; desincentivando la participación privada y generando una comunidad artístico-burócrata que, como de tal palo…, se perpetúa por medio de políticas similares a las que aseguran la hegemonía del PRI. Tenemos héroes divinizados en Rivera, Orozco y Siqueiros para salvaguardar el orgullo nacional; tenemos inamovibles dinosaurios culturales que acaparan la atención de los diletantes, que se construyen museos para inmortalizarse a sí mismos y que nos decoran cada rincón urbanizado con aliens geométricos; tenemos nuestros fraudes electorales en jurados que se auto-otorgan becas; tenemos paleros en los medios como los directores de museos que escriben las reseñas de sus propias exposiciones; y tenemos derroches estilo Pronasol para crear infraestructura que roza en el absurdo, como el Centro Nacional de las Artes. “¡Qué padre…!”

Mientras pretendamos que el arte es bueno por naturaleza y que el juicio estético es expresión de gusto personal no podremos mejorar nuestras instituciones culturales. Igualmente, el arte contemporáneo mexicano, que harto tiene en común con las instituciones que lo subsidian, no podrá superarse mientras creamos que sus intangibles beneficios no dependen de su calidad.

Pero la calidad artística no se mide con parámetros de verdad como en las ciencias, de eficiencia como en el comercio, ni de progreso como en el gobierno. Las virtudes y vicios de las obras de arte son, y deben ser, maleables, sujetas a las luchas intelectuales por definir y legitimar parámetros estéticos, como el discurso crítico hace desde la invención de la teoría estética en el siglo XVIII. Ya entonces David Hume sugería que, a falta de parámetros universales y amén de entramparnos en solipsismos, sean los “expertos” y “conocedores” quienes compitan en la arena pública por la autoridad para establecer juicios de calidad. Siguiendo esta línea de razonamiento, algunos nos proponemos empeñarnos en la crítica aguda y honesta, buscando contrarrestar la autocomplacencia y el delirio de grandeza que nuestras instituciones fomentan para desalentar el cuestionamiento del desempeño de nuestro medio artístico. Así, hoy y aquí, no podemos desentendernos de la dimensión política que conlleva la revisión crítica de lo “padre” que es el arte.