Clases de Escultura
(23-Abr-1997).-
Thomas Glassford, Diversiones. Galería de Arte Contemporáneo, Flora 9 Col. Roma. Hasta el 10 de mayo.
Carlos Aguirre, Naturaleza Muerta. Galería Nina Menocal, Zacatecas 93 Col. Roma. Hasta el 17 de mayo.
¿Qué escultura es más mexicana; la “Diana Cazadora” o el propuesto “Monumento a la Mexicanidad” de Sebastián? Ante los graves problemas actuales de la Nación , el singular cuestionamiento de la legitimidad del monumento que adorna al Paseo de la Reforma es equiparable a una comparación entre unas Crépes Suzette preparadas con Don Pedro y un Banana Split con helados de nopal, vainilla de Papantla, y fresa hepatítica.
Es obvio que, en cuanto a la forma de prepararlos, ni la Diana ni el Sebastián pueden clamar de mexicanos; y, sin embargo, el contenido de ambos es mexicano en igual medida, para bien o para mal. Pues no existe hoy, hasta donde estoy enterado, una escuela mexicana de escultura. Mientras que el moralismo sentó la pauta para el desarrollo de nuestra pintura en este siglo, el equivalente escultórico en los monumentos posrevolucionarios se limitó a emular un estilo fascistoide importado de la Europa de los años 30, el cual eventualmente cedió al también derivativo geometrismo que hoy es monopolizado por Sebastián.
Si para hablar de una auténtica escultura mexicana hay que recurrir a las indias gordas de Zúñiga, sería mejor que olvidásemos el tema. Dos buenas razones para proceder así son las muestras concurrentes en el corredor cultural de la Roma de dos artistas que han contribuido a poner al corriente a nuestro desentendido medio artístico; Thomas Glassford y Carlos Aguirre.
Habiendo sobrevivido a los colectivos setenteros, en su caso al grupo Proceso Pentágono, Aguirre ha venido desarrollando esculturas e instalaciones que se insertan sin dificultad en un discurso común al arte contemporáneo internacional. Utilizando materiales ya certificados por su elegancia (acero, madera, carbón o hueso), Aguirre construye ensamblajes que son físicamente sostenidos con presión ejercida por su propio peso o aplicada con herramientas como poleas, cables y prensas, y que a su vez son erguidos conceptualmente con alusiones al deterioro ecológico y a la violencia indiscriminada del mundo actual.
Los que estén familiarizados con el arte contemporáneo podrán discernir las influencias sobre la inspiración de Aguirre. “Instalación 2, 1997″, un tronco carbonizado afianzado con tensores a una mesa (quirúrgica o de tortura) de acero inoxidable sugiere, a la manera simbólica de Iannis Kounellis, un diagnóstico ecológico bien conocido por todos. “Instalación 6, 1997″, un dispositivo motorizado estructuralmente similar a los de Rebecca Horn, dibuja automáticamente sobre la pared y así alegoriza la desespiritualización derivada de nuestra dependencia tecnológica.
Si bien la efectividad de su preocupación activista se reduce a nuestra sobreentendida empatía con el mensaje de las obras, Aguirre demuestra en sus piezas menos politizadas una acertada manipulación estética de materiales “primordiales”. Una circunferencia de madera se dibuja con cuatro delgadas tablillas curvadas por medio de prensas y tensores de cable. En ella, el concepto formal somete a la flexibilidad de material y a la fuerza aplicada de la herramienta; los indicios de la vida orgánica y de funcionalidad práctica se sacrifican ante la simple belleza de la pieza, recordando las cajas tensadas de acero y de acrílico de Donald Judd. Un largo trozo de corteza de árbol es precariamente suspendido sobre varillas de acero, manteniéndose erguida la pieza gracias a la sinergia entre sus elementos. Aquí, la necesidad, un acto de malabarismo entre gravedad y resistencia, dictamina la forma final.
Thomas Glassford, un texano que tiene años radicando en el mero zócalo del D.F., comparte con Aguirre la inclinación por la estética del ensamblaje y un gusto por una gama definida de materiales. En el caso de Glassford, los materiales en esta exposición son patentemente industriales. Su serie “Napolitana”, una suerte de patrones rectangulares en neopreno morado y crema unidos por cierres verde-lima, probablemente se refiere al poco apetecible sabor del helado y no al clasicismo italiano, a la vez que toma el sentido plástico de la obra en su expresión más artificial.
Y es que Glassford concibe a la obra de arte como artificio, y gusta de poner en evidencia este aspecto sin entumirse ante el prospecto de que sus piezas terminen siendo poco más que artefactos decorativos en los hogares de los coleccionistas. Las “Diversiones” de Glassford embonan en el discurso que lidia conceptualmente con las relaciones entre mobiliario y escultura, inaugurado por el mingitorio de Duchamp. Una lista de artistas notables que participan en esta tradición deben incluir a Richard Artschwager en los 60, Scott Burton en los 70, Joel Otterson en los 80 y Andrea Zittel en los 90. La problemática tratada ha pasado de referirse a una cuestión ontológica acerca de la obra de arte, a desarrollar un análisis crítico de los aspectos de funcionalidad y de gusto, en el contexto donde la obra ejerce.
Una base cromada como las que sostienen divisores para dirigir las colas en los bancos, sirve de centro para “Pulpo Verde” (1997), cuyos tentáculos de piel color turquesa son rematados con punching-bags en forma de guaje (forma que Glassford utiliza constantemente aludiendo a su ambigua voluptuosidad). ¿Para qué servirá este aparato de corte corporativo? Para averiguarlo, habría que echar a volar la imaginación…
En rítmicos cuadrángulos, la estructura tubular de acero inoxidable de “Changuera Crock” (1997) parece ofrecerse como un peculiar gym de luxe. Para comodidad de los potenciales ejercitantes, los tubos están parcialmente forrados con vinil rojo, y como accesorios adicionales se ofrece un espejo curvo retrovisor para observarse a uno mismo, así como una extensión de vinil y una esfera de vidrio que proponen actividades algo desenfrenadas. Una gracia arquitectónica compite con las censurables posibilidades de uso, provocando la satisfacción de un encontronazo… me refiero al del campo del buen gusto con el del deseo y la repulsión.
A decir por el franco carácter ilustrativo de las afinidades y los contrastes entre estas dos exposiciones, no podemos escatimar en recomendarlas, incluso a quienes piensan que sus aptitudes perceptivas no se ajustan a las exigencias del arte contemporáneo.