Artistas Pintados, Museógrafos Borrados
(03-Jun-1998).-
Artistas pintados. Retratos de pintores y escultores del Siglo 19 en el Museo del Prado.
Museo Nacional de San Carlos. Puente de Alvarado 50, Col. Tabacalera.
Hasta el 22 de junio.
La necesidad de competir con medios contemporáneos de entretenimiento, seductores en extremo, ha motivado a los museos de arte a recurrir a maniobras algo irritantes para atraer a esa desperdigada masa anónima denominada “público”. Recientemente, hemos sido testigos del uso de carnadas para gourmands retinales (¡Venga a ver a Cézanne, Picasso, Matisse!), para curiosos frívolos (¡Admire la escultura de jabón más grande del universo!) y para románticos empedernidos (¡Agasájese con los empalagosos victorianos!).
Dadas las circunstancias, resulta un tanto refrescante el encontrar una muestra que, al remitirse a un rincón pueril de la historia del arte, no ambiciona mayor espectacularidad. Artistas pintados cumple con lo que promete; 62 retratos del acervo del Museo del Prado ilustran el devenir pictórico español durante el deslucido lapso que sucede a Goya y antecede a Picasso, cuando España se resignaba a dejar de ser imperio. Si bien la historiografía del arte exalta la transformación radical de la pintura europea a lo largo del Siglo 19, la exposición en San Carlos nos muestra un continuo que refleja de manera muy tenue los cambios estilísticos de época. Las restricciones implícitas en el género del retrato de artista excusan en parte esta uniformidad, pero esto no deja de hacer patente el conservadurismo provinciano del medio español de entonces.
Por lo tanto, no debe sorprendernos el reducido número de piezas que se sostienen por sí solas en esta muestra. De entre las pinturas, cuya gran mayoría es de carácter meramente académico, el pequeño autorretrato de Goya, de 1815, justifica por sí solo la excursión al centro. Con prodigiosa agilidad, pero no sin evidente esfuerzo, Goya maneja cuatro o cinco pigmentos para articular la presencia desinteresada e inminente de quien es el paradigma del artista en el umbral de la modernidad, una pequeña obra maestra que probablemente no se verá nuevamente por estas latitudes.
Al extremo cronológico opuesto, del hábil y prolífico Joaquín Sorolla, su fríamente decoroso semblante del pintor Aureliano de Beruete no demanda apologías complicadas; se trata de un retrato tajante y elocuente. En particular destaca la luminosa resolución del traje, a través del cual Sorolla hace brillar al color negro, como un Manet bien portado, y ya bien domesticado para 1902. Entrados en principios de siglo, me pregunto que le pasaría al rostro orgulloso de este elegante personaje si le colgaran al lado Las señoritas de Avignon.
De entre las firmas menos célebres pero rescatables, el autorretrato de Zacarías Gonzáles Velázquez de principios del Siglo 19 emula la manufactura etérea de Ingres, pero a la vez resguarda una cruda tangibilidad con gravedad ibérica, mostrando al pintor de 3/4, quien presume la usanza neoclásica de moda. La mirada tranquila y confiada de Gonzáles Velázquez, sin llegar a ser engreída, es índice de la autoapreciación tanto de sus virtudes como de sus limitaciones, lo cual imparte una inesperada vitalidad a la obra.
La proliferación de pinturas carentes de notoriedad pictórica no necesariamente debiera derivar en que la exposición no genere algo congruente con ellas. A nivel curatorial-museográfico, una buena exposición nos motiva a interesarnos por obras poco sugestivas, animándonos a efectuar comparaciones esclarecedoras; para ello puede acudir a la explicación de contextos, a enfatizar y dilucidar relaciones, y hasta a relatar meras anécdotas vinculadas con el artista o la obra. Por ejemplo, en el caso particular de los retratos de artista, nuestra experiencia se enriquecería si se nos permitiera conocer, al menos en reproducción, las obras significativas de cada uno de sus autores, pues los indicios de la personalidad del artista sugeridos en su propia efigie terminan transparentándose en su obra. Sin embargo, nada de lo anterior se aplica en Artistas pintados; los cuadros están dispuestos más o menos en orden cronológico sin explicación alguna, de manera que la muestra termina por pasar, literalmente, desapercibida. Esto es una lástima, pues el trabajo de investigación sí se llevó a cabo, pero se reservó para el elegante catálogo que se encuentra disponible por la módica cantidad de 250 pesos.
Revisando los textos del catálogo, uno puede enterarse, entre otras cosas, que el autorretrato con aire velazquiano de Carolus Duran, hecho en 1867, representa a quien era algo así como el Julian Schnabel de la socialité parisina de entonces, cotisadísimo retratista de celebridades repetidamente premiado en los salones, miembro de la legión de honor y maestro de John Singer Sargent. Con esta información a la mano, un cuadro bastante superficial como éste se convierte de pronto en una brutal alegoría de vanitas.
De Federico de Madrazo y Kuntz hay nada menos que siete retratos de sus colegas, absurdamente dispersos a lo largo de la exposición (en lugar de concentrárseles en una sala). Don Federico era uno de los pintores más notados del clan de los Madrazo, muy involucrado en las intrigas culturales regionales. Cabe señalarse que el pintar a un colega casi equivalía a firmar una alianza, por lo cual estos agradables retratitos bien pueden tener una carga politiquera, incluso maquiavélica, revelada sólo cuando vislumbramos las hilaciones de poder que se entretejían en el medio madrileño.
De haberse colgado una a lado de la otra, una comparación simpática se hubiera dado entre la pintura de 1867 que precozmente, a los 22 años, Salvador Martínez Cubells hace de su padre, el pintor Francisco Martínez Yago, y la pintura de 1901 que su hijo, Enrique Martínez Cubells, a su vez hace de él. Así como ésta, hay muchas más relaciones que hubieran podido iluminarse museográficamente.
Como recomendación para aminorar los efectos de su desacato museográfico, la dirección de San Carlos por lo menos podría disponer de un buen número de catálogos de la muestra para proveerlos en sala como guía a quienes estuviesen interesados en utilizarlos. De lo contrario, quedaría reforzada la tesis de que lo que finalmente importa a los museos es la activación del aparatito registrador de asistencias, y no, como debiera ser, la activación del intelecto de su ya de por sí reducido público.