Tres de dibujo tres

(22-Dic-1999).-

“Arte de las Academias”, Colegio de San Ildefonso, hasta el 30 de enero.

“Homenaje al lápiz”, Museo José Luis Cuevas, hasta el 9 de marzo.

“Inapropiadamente dibujo”, Museo Carrillo Gil, hasta el 27 de febrero.

Con este cambio de siglo coinciden en la ciudad tres exposiciones cuyo conjunto comprende buena parte de la historia del dibujo. A través de generosas selecciones de acervos franceses y de varias instituciones locales, una muestra examina los modelos neoclásicos que sustentaron a las academias hasta fines del Siglo 19. Otra despliega, desde Saturnino Herrán y hasta Franco Aceves Humana, un sinuoso recorrido por el dibujo moderno latinoamericano. Y otra más propone posibilidades dibujísticas que responden a las inquietudes más contemporáneas.

Trazando un eje enfocado en las posibilidades plásticas del dibujo, perpendicular al discurso historicista, la ocasión descubre relaciones paradigmáticas entre obras contextualmente inconexas. Por ejemplo, en los estudios de desnudo de las academias decimonónicas el trazo se eliminaba para que las relaciones tonales del dibujo capturaran la belleza corporal neoclásica, desligándola de la mano del artista. En su dibujo de un niño indígena de 1935, Diego Rivera también da cuenta de la necesidad de disminuir el rastro del trazo individual en favor de la representación del tipo idealizado. El lápiz de Miguel Ventura se restringe a describir troqueles de “cabezas con palabras incrustadas a manera de tumores… precursoras de una nueva raza mutante…” (The Maid Fag Monster Ghetto, 1994). Tanto en las academias como en Rivera y Ventura la desproporción trazo/tono debe apreciarse a partir del emparentamiento con un prototipo ideal.

Para Charles Le Brun, fundador de la academia de París en 1648, el valor estético de toda obra plástica está contenida en su dibujo. El color, decía, es accesorio. No faltan ejemplos que corroborarían a Le Brun. En San Ildefonso es el de Achille-Etna Michallon, cuyos paisajes pintados carecen de la vitalidad lograda por sus singulares precedentes dibujísticos. Y a decir por lo expuesto en el museo Cuevas, artistas como Rafael Coronel, Enrique Guzmán y Jazzamoart hubieran hecho bien en seguir el ejemplo de su anfitrión para dedicarse de lleno al dibujo. Aquí el juicio se basa en el reconocimiento de la aptitud para abordar problemas plásticos bastante explícitos.

Los problemas plásticos y sus soluciones son menos claros en nuestro encuentro con los contemporáneos, pero no indiscernibles. Las ideas esbozadas por Gabriel Kuri en sus cuadernos, a pesar de su deliberado hermetismo, reverberan con rareza en su dinámica interna –cualidad que se sacrifica cuando sus premiére penseés son llevados por separado al formato del simulacro tridimensional. A contraparte, las calcas sobre albanene de Francis Alys son prueba de que el color, en el caso de sus pinturas, no es accesorio. Estos juicios llevan a preguntarse qué es lo que hace del dibujo un género artístico particular. Pregono con el ejemplo de tres dibujos sobresalientes:

Una fichera sentada sobre las piernas de un comensal es usualmente motivo para desplantes expresivos indicativos de perdición y carnalidad. Sin embargo, en Cabaret I, ca. 1934, Ignacio Aguirre Camacho bosqueja esa pareja fríamente y sin expresión alguna. Los entrelazados regordetes no son más que el espacio rodeado por líneas encontradas; sólo las manos que cogen los cuerpos registran su tangibilidad. Si la línea de Aguirre Camacho acaba siendo sensual, es porque provoca que nuestra mirada la siga para comprender el funcionamiento descriptivo del dibujo –uno examina una curva para desembocar en la nalga, en el muslo, en el vestido que se levanta. La vista le da movimiento al dibujo en la medida que el dibujo incita a la vista.

En el Retrato de madame Depaulis, de 1829, las plácidas facciones de esta joven señora apenas se señalan con el más mínimo sombreado. La dimensionalidad de su cara se deduce del “marco” que proporciona un collar de gorguera (logrado con escuetas líneas zigzagueantes) y el pesado tocado, de rizado y moño, que la corona. El cuerpo que sostiene al conjunto es una sutil maraña de trazos que pretende no distraernos del foco de atención. Como dibujante, Ingres diseña su estrategia con extrema economía de medios, pero con una conciencia inigualable en lo referente a la proporción. Ingres logra generar relaciones magistrales entre las calidades del trazo y del tono, entre lo burdo y lo delicado, lo detallado y lo sugerido, relaciones que se traducen, en nuestra percepción, en una absoluta presencia física y sicológica sobre el papel.

Daniel Guzmán plasma en la viñeta de su serie Chupacabras Mix, 1998, una cabeza derritiéndose y desparramándose en el piso. Esta emite un globo de parlamento como en los cómics, en el cual se deletrea el logo de “Three Souls in my Mind” sobre un fondo flamante. El delineado cortante y seguro de Guzmán mantiene nuestra atención al trazo en desfase con nuestra atención a la impredecible fluidez de lo representado. A su vez, este delicado desbalance óptico se confronta con la vulgaridad de las asociaciones contextuales de la escena, retándonos a consolidar el buen ojo con el mal gusto. El virtuosismo no es suficiente para el éxito de un dibujo en tanto obra de arte, y tampoco es necesario. A veces el manejo astuto de los elementos basta.

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