(08-Sep-1999).-

“Andy Warhol”

Museo del Palacio de Bellas Artes

Hasta el 31 de octubre, 1999.

¿En qué se parecen La última cena, unas cajas de salsa de tomate Heinz y un falo erecto? Probablemente en nada más de que dichos motivos concurrieron en la obra de Andy Warhol (1928-1987). O a lo mejor Warhol vislumbró conexiones profundísimas entre ellos que, de ser descubiertas, redimirían nuestras malogradas existencias. Después de todo, él sabía cosas que los mortales comunes ignoramos; así nos lo dio a entender, o por lo menos así lo quisimos.

Cuando Warhol hablaba, no era su opinión la que se pronunciaba, sino la que él pensaba que nosotros esperábamos oír del empelucado anti-artista. Alguna vez respondió que aprovechaba la impersonalidad de la serigrafía porque él mismo aspiraba a ser una máquina, actitud que lo llevó a satisfacer por entero las expectativas de su psicodélico círculo. De aquí que su obra sea menos entendible como la expresión de su autor que como la de su época. Paradójicamente, la despersonalización calculada de Warhol es lo que engendra nuestra inagotable curiosidad por el personaje.

Las exposición que Agustín Arteaga ha traído a México se apoya principalmente en el acervo del Andy Warhol Museum de Pittsburgh, de modo que no se trata de obra menor. Pero tampoco encontraremos aquí las piezas canónicas del Warhol de entre 1962 y 1965, las cuales difícilmente podrían separárseles de sus actuales custodios. Por lo mismo, lo expuesto en Bellas Artes es un conjunto que complementa e informa, que ilumina más de lo que deslumbra.

De entrada, la sala inicial incluye un buen número de los dibujos que Warhol produjo durante su corta pero muy exitosa carrera como ilustrador comercial en los años 50. Sus hábiles estilizaciones incorporaban el ácido cool del Greenwich Village de los Beats, del Free Jazz, con el camp de la escena homosexual de uptown. Ya desde entonces Warhol exhibía sus dibujos en galerías de arte, y su exposición en 1954 compuesta por papeles “hechos bolita” dejó en claro que estaba enterado de las excentricidades de la vanguardia artística.

Pero no fue sino hasta 1960 cuando Warhol comenzó, como si de la nada, a producir las telas Pop que lo propulsarían a la fama. De éstas sólo se exhibe la de una antigua máquina de escribir. ¿Cómo ocurrió tan extraordinario cambio? ¿Acaso Warhol tuvo una visión repentina que cambiaría su destino (y el nuestro de paso)? ¿O pudo su revolución ser iniciada por equivocación, a raíz de una broma o algo así?

De hecho, sus primeras obras “serias” son parodias ingeniosas del lenguaje estético de los expresionistas. Por ejemplo, al estilo de chorrear, embarrar, y revolver la pintura sobre el lienzo se le decía “hacer la sopa”, de allí la ironía de la serie de latas Campbell’s. Las simulaciones de cajas de detergente, de 1964, pudieron no aspirar a más que burlarse de las pulcras cajas minimalistas que el año anterior comenzaban a exhibirse. Sea como fuere, el respetado filósofo Arthur Danto (en The philosophical disenfranchisement of art) ahora argumenta que las Brillo Boxes son la obra maestra que hace efectiva la profecía hegeliana de la muerte de El Arte y el inicio del reino de La Filosofía.

Quizá la lección que Warhol deseaba enseñarnos es que la banalidad de la burla y el pathos de la actitud existencial son caras de una misma moneda. Esto queda claro en Silver Clouds, el environment de 1966 recreado en Bellas Artes. Se trata de un cuarto en el que flotan una docena de globos de Mylar, los cuales, propulsados por ventiladores, se revuelven entre roces e impactos. La desoladora metáfora de cuerpos vacuos (los nuestros) que pasan por la galería para confirmarse en el contacto social incrementa su contundencia al vernos retratados en la superficie reflejante de los jocosos inflables.

En adelante, la producción plástica de Warhol sufriría altibajos pronunciados. Nadie como él pudo, ni podrá, generar destellos como el díptico Last Supper (1986) justo al lado de idioteces como Shadows (1978) y Camouflage (1986). La duda acerca de “la calidad” de cada una de sus obras está siempre presente, si acaso intensificando nuestra vacilación: ¿Vidente ó charlatán? Las preguntas revertidas a la figura de Warhol, sin embargo, pueden responderse sólo cuando nos damos cuenta de que Warhol vivió por nosotros, que él nos lo debe todo, y que el hacernos entender esto es su manera de agradecérnoslo:

Al morir, Warhol dejó unas 600 cajas en las que, desde 1974, guardaba todo lo que pasaba por su escritorio. En Bellas Artes se exhiben los contenidos de una de estas Time Capsules; encontramos un par de dibujos con saludos de Keith Haring, una factura por la compra de un busto romano, un promocional de un grupo ochentero desfachatadamente gay. Entre los documentos de época hay invitaciones formales en papeles membreteados, peticiones viles de aspirantes a artista, agradecimientos por favores recibidos, notas casuales enviadas por amigos… Al leer los escritos dirigidos al ahora difunto Warhol ocurre algo similar a lo que sucede cuando leemos ex-votos en las iglesias:

Vemos cómo se construye una figura a través de las formas reverenciales y devotas de dirigirnos hacia él. El genio de Warhol radicó, precisamente, en haberse transfigurado en deidad.